Mi papá dedicó buena parte de su vida profesional a los temas agropecuarios y en una etapa a los asuntos porcícolas. Aprendí así, en La Piedad Michoacán, la frase bien conocida: Hablando de cerdos todo es dinero y hablando de dinero todos son…
En la granja, lo suficientemente grande para organizar una división del trabajo, supe entonces acerca de la buena estructura de las zahúrdas que en forma de pastel rebanado facilitan la administración del alimento, de la forma de las jaulas para que las enormes marranas no aplastaran a las crías y también de operaciones sencillas.
Sabía reconocer diversas razas, los poland china, los yorkshire, los hampshire con su collarín blanco. Distinguía entonces de los guarridos que pedían comida, de los gemidos de las crías y de los chillidos de los sacrificados. Aprendí a pesarlos, a medirlos, alimentarlos, ayudé a algunos partos, contribuí a facilitar los “potros” de apareamiento y practiqué indolente innumerables castraciones; sal y desinfectante remediaban la pequeña incisión y todo seguía adelante.
Por estas razones hace unas cuantas noches pude reconocer que el sonido que escuché sólo podía corresponder al de un cerdo de proporciones hasta entonces para mí, desconocidas. No estoy contando una historia de terror, estoy contando la historia que me aterró en Kenia, en el campamento Julia, en la reserva de Masái Mara.
Eran las 22:45 y había decidido leer en mi tienda alguno de los libros que me acompañaban mientras mi hijo Matías daba unos retoques a su tesis de maestría en la estructura que hacía las veces de recepción, de lobby, de sala de lectura, salón de trabajo y donde había mejor conectividad. Éramos los únicos huéspedes del campamento en este comienzo de la era post-covid. Tres atentos jóvenes Masai nos mimaban y permanecían atentos a nuestros pocos caprichos.
La instrucción había sido clara desde el principio: no caminar solos por el campamento y esperar siempre a que un guía nos acompañara; utilizar un silbato cuando quisiéramos salir de la tienda para llamar al guarda. Fuimos advertidos que en las noches podían acercarse algunos gatos salvajes, elefantes, lagartos e hipopótamos.
El campamento Julia está dispuesto con sus tiendas de glamour a lo largo de un río de talla mediana donde abrevan por turno distintas especies de gacelas, hienas, decenas de aves, felinos y otras especies mayores.
Por eso el sonido que escuché junto a mi tienda me pareció descomunal, como si se tratara del más grande marrano que haya jamás visto y qué decir, escuchado. Era sin duda un hipopótamo. Estas bestias, en ocasiones, de 2 y más toneladas, son en África las responsables de la mayor parte de los accidentes durante los safaris y visitas a las reservas y parques.
Las fauces de un hipopótamo se abren a 90 grados y al dejar caer sus afilados dientes sobre un cuerpo humano suelen dividirlo en tres partes. No se lo comen, pero dejan esa trinidad corpórea para deleite de otras especies; ellos vuelven a sus inocentes y herbarias ingestas. Agreden cuando se interfiere su camino. Yo no tenía intención de salir de la tienda, pero quería menos aun que mi hijo dejara su refugio.
Soné mi silbato habiendo esperado un tiempo prudente, unos dos minutos quizá, sin escuchar la voz de la bestia. Pronto se acercó el vigilante que mal hablaba el inglés, pero que entendió perfectamente que quería acompañara o impidiera a Matías acercarse a la tienda o salir del sitio en que se encontraba.
Mi confusión era enorme; si el guarda lo acompañaba y el hipopótamo estaba merodeando, podía atacar, y si el masai vigilante no lo advertía, quizá se habría aventurado a regresar solo a la tienda y podía ser sorprendido por el monstruo, bronzaceo, liso, feroz y enorme animal. Escenas terribles me inundaban y se sucedían. ¿Sería un hipopótamo o acaso una familia de estas temibles fieras cuyo espíritu gregario es conocido?
Al cabo de un rato mi hijo y el guarda se presentaron en la tienda sin sobresaltos. Ellos sabían que el pesadísimo animal había avanzado hasta lanzarse por su camino al río y no hubo incidentes. Queda en mi memoria ese sonido de una potencia pulmonar gigantesca expresada fuerte a través de las narices, siempre medio tapadas, de la bestia de traje de apariencia metálica.
Kenia es un país extraordinario, la naturaleza es en buena parte del territorio exuberante, sus habitantes hermosos en sus diversas etnicidades, se come espléndidamente, se vive bien y muy mal también cuando se es parte de esa Kibera, la ciudad de cartón y techos corrugados de metal más grande del planeta. Nairobi es ciudad de contrastes, donde las propiedades de algunos extranjeros, antes sólo los ingleses, son utopías de selva y exuberancia donde abunda el servicio, los frutos de la tierra, los equinos adiestrados, los babones mirones y de vez en cuando alguna bestia.
Gracias a mi viejo amigo Lino Santacruz, una de las personas más brillantes con que he contado en mis equipos de trabajo y que tomó el rumbo de la carrera diplomática, pudimos entrar en contacto con algunos profesionales latinoamericanos que viven y conocen Kenia. Entre ellos el destacado y discreto embajador Erasmo Martínez, quien es sin duda el más representativo y conocedor de los mexicanos en Kenia. Por segunda ocasión en 30 años y por períodos largos representa a México en ese país y es embajador concurrente en varios otros de la región como Tanzania, Uganda, Ruanda, Burundi, Unión de las Comoras y la República de las Seychelles.
En Kenia se encuentra, por otra parte, la sede de la UNEP –Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente–, cuya agenda se hace cada vez más importante y que motivó hace precisamente 30 años nuestra primera visita a ese país, cuando bajo la dirección de Miguel Alemán, entonces embajador de México para Asuntos Especiales en el gobierno del expresidente Salinas de Gortari, nos correspondió dirigir la celebración del Día Mundial del Medio Ambiente, entre el 22 de abril y el 5 de junio del año 1990; trabajamos entonces un programa de 44 jornadas por el planeta.
El embajador Martínez es un fino conocedor del África central y del sur, de conversaciones sencillas y elocuentes, sus anécdotas dibujan una personalidad comprometida con su misión que adosa siempre de un toque personal que le distingue y pondera. Será difícil remplazarlo porque su relación con Kenia rebasa ya lo profesional para adentrarse en lo social y familiar. Erasmo, pese a que en unos años seguramente optará por retirarse, sin duda seguirá sirviendo a los mejores intereses de una relación que tiende a crecer.
África es un continente pequeño en el mapa mental de los mexicanos, no es así para otros países latinoamericanos como Brasil o para Cuba que despliegan en la región una política exterior agresiva, muchas veces inteligente y redituable. La parte subsahariana de ese continente es aún más desconocida para los mexicanos en general y esto hace que los intercambios sean muy primarios. Los embajadores en la región deben hacer gala de creatividad para mantener agendas bilaterales animosas.
Las proporciones africanas paradójicamente son enormes, ríos caudalosos, desde luego el Nilo, el Congo o el Níger, que recorren cada uno mas de 4 mil kilómetros y el Nilo más de 6 mil, montañas enormes como el Kilimanjaro, sus lagos como el Naivasha o el Turkana, por no hablar de las especies animales que allí habitan y que son extraordinarias y demostrativas de las formas de la vida, por sus formas de asociación, por la claridad de los ecosistemas y cadenas alimenticias de las que forman parte. La espiritualidad animista y la devoción religiosa y variada enriquecen la cultura. África es un libro abierto escrito en el lenguaje de la vida con, en ocasiones, emociones insospechadas…
La población de elefantes es sabido, creció gracias a la COVID, nos tocaron en el parque de Amboseli, familias de estos seres enormes cuyo cuerpo es un ecosistema donde se alimentan microbios, insectos y aves. En la Sabana una pareja de leones nos desdeñó, y así, ignorando nuestra presencia voyerista, se apareó. Estábamos a unos 40 metros. El león se había levantado moroso, ella quiso seguir descansando, no parecían hambrientos, a unos cientos de metros bajo un árbol tímido, un pedazo de cebra testimoniaba de una ingesta temprana.
En la rama algo más gruesa, de una acacia cerca de un humedal, descansaba un leopardo… Por el enorme valle las hienas deambulaban en busca de carroña, una jirafa joven parecía saberse sujeto de alguna hambrecilla y buscaba refugio y la compañía de sus pares mayores. Las jirafas andan en cámara lenta o simulan hacerlo desde sus cuerpos desproporcionados y armónicos.
En esos espacios donde reina una aparente calma y pareciera no existir peligro, la sorpresa siempre acecha, sin embargo, y crea una electricidad que aguza los sentidos. La vista así, amplia y sencilla en las faldas del Kilimanjaro parece en conjunto una sostenida sinfonía de Sibelius.
Son tantas las expresiones de la vida, tan lógicas y simples como terribles. África, mamá África, origen de todos, es una gran lección que vitaliza y hace consciencia tanto de los ciclos naturales como de la condición humana. La vida se exacerba y la muerte aparece lógica, natural, necesaria.
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