Internet es un nuevo continente donde poco a poco se instala todo lo que existe en los continentes reales pero sin las limitaciones de la materialidad: bibliotecas, centros de referencia, bases de consulta de información, tiendas y diarios.
En tiempos de pandemia, los internautas asisten al cine, obtienen consultas médicas, se presentan ante un juez y piden auxilio a la policía por el ciberespacio.
Ya hace tiempo que las reservaciones de hotel y las compras de boletos de avión, tren y autobús son cosa común, lo mismo que servicios astrológicos y, en una secta gringa, asistencia espiritual.
Cada día más humanos viven en un lugar extraño, que tiene una realidad como la del pensamiento: no se ve, no se toca y sin embargo allí está, cargado de importancia.
En 1999 –hace pocos años calendario en la vida terrestre, pero años luz en el nuevo continente– Josef Rusnak y los hermanos Wachowski exploraron el más allá de este nuevo territorio en dos películas estremecedoras: El piso 13 y Matrix. En ambas, la sociedad como la conocemos es una realidad generada externamente para mantener a los seres humanos en la ilusión de una vida propia.
También Stanislaw Lem y Herbert Brown, en una época anterior al nuevo continente virtual, soñaron con esta “nueva realidad”: recordamos las pastillas alucinógenas del primero y la “especie” de los pilotos astrales del segundo. Hoy un mismo experimento llamado “second life” propone una sociedad de cadenas binarias.
El nuevo continente comienza a perfilarse como la futura realidad, lo mismo que el descubrimiento de América lo fue hace cinco siglos y medio o, mejor, el hallazgo de la simetría geográfica inversa intuida por Herodoto.
El nuevo continente parece seguir ciertas reglas históricas. Así como los persas y los romanos desarrollaron la más avanzadas infraestructura de caminos para facilitar el tránsito de sus ejércitos e inadvertidamente proporcionaron un sostén a la cultura occidental, la Internet fue diseñada y creada por razones militares durante la Guerra Fría y como aquellas rutas militares eventualmente se subordinó a necesidades civiles: la “supercarretera de la información” derivó a usos que la inteligencia castrense no había previsto.
Al principio, Internet era un continente de especialistas, como la Antártida. Se iba allí a investigar algo preciso y había que saber mucho para moverse. Eso cambió el 12 de noviembre de 1990, cuando Tim Berners-Lee parió lo que hoy llamamos la World Wide Web, el big bang del nuevo continente virtual que de manera exponencial creó su materia, dio lugar a sus galaxias y hoy siembra una civilización en su tercer planeta.
Comenzó por el arribo de colonos privados, comerciantes y empresas. Y luego vino la inmigración masiva. Otra analogía histórica es que este nuevo continente también tiene su linguae franca: el inglés.
A muchos preocupa la globalización. Insensible pero tenazmente, las herramientas transformadoras del nuevo continente virtual trabajan para el cambio: la Internet, los cientos de canales de “televisión directa al hogar” (¿alguna no lo es?), las computadoras que son obsoletas apenas acabamos de aprender a operarlas, la telefonía digital y las decenas, cientos, miles, millones de adminículos que nos tienen enchufados.
Sin embargo, es posible que el advenimiento del nuevo continente virtual no sea tan negro como se percibe. Incluso algo de Renacimiento tenga –en el sentido que le dieron Vico y Michelet– y pudiera ser fuente de optimismo más que de desesperanza.
Entonces quizá habría que comenzar por cuestionar el significado que damos al término nuevo continente virtual. La imprenta de Gutenberg fue una nueva tecnología que dio lugar también a un nuevo continente. Antes de la aparición del tipo móvil, en toda Europa había apenas unos cuantos cientos de miles de libros y una gran biblioteca podía presumir 600 títulos. Bastaron breves décadas para que el acervo bibliográfico del Viejo Continente creciera a millones de ejemplares, gracias a la nueva tecnología. Esto abrió las puertas a un nuevo mundo cuyos efectos vivimos hoy, como dentro de mil años nuestros descendientes estudiarán con interés cómo fue que la Internet disparó las semillas de su civilización.
Las nuevas tecnologías han achicado al mundo hasta las dimensiones de la sala de nuestra casa. La radio, los satélites, la televisión y la Internet, no reconocen barreras aduanales o bandos de no internación.
Hubo un tiempo en que un gobierno podía secuestrar periódicos y revistas en las garitas y aeropuertos y así detener informaciones indeseadas. Hoy eso es imposible. Los medios empujan la globalización con tanta o más energía que los tratados comerciales o los acuerdos de integración.
Hoy gracias a la red, un grupo rebelde que ha declarado la guerra a un gobierno legítimo puede, cosa antes imposible, circular por el mundo proclamas subversivas sin que ese gobierno pueda hacer nada al respecto.
Los cárteles internacionales de la droga y el lavado del dinero coordinan sus estrategias internacionales sin que corporaciones policíacas tan poderosas como el FBI o la Interpol logren interceptarlos.
Criminales de cuello blanco, con la ayuda de una computadora personal, abren cuentas en bancos extranjeros a control remoto y zigzaguean los fondos para burlar a las autoridades.
Un defraudador en Mónaco puede tener socios en Anaheim, Oslo, Praga, Buenos Aires o Guanajuato, y concluido su negocio no le sería difícil solicitar una Visa en alguna embajada virtual para trasladarse a otro país. Las fronteras que nuestros abuelos conocieron han dejado de ser.
¿Estamos preparados para ser ciudadanos de este nuevo mundo? Si algo caracteriza a los seres humanos es su infinita capacidad para reincidir en la sinrazón y repetir –corregidos y aumentados– sus errores.
Parecemos negados al aprendizaje. La contumacia está en nuestro ADN social. ¿Habrá que citar ejemplos? La Primera Guerra Mundial fue “la guerra que terminaría con todas las guerras”, la lección de Vietnam inocularía a Estados Unidos contra el síndrome del policía mundial, las hambrunas y genocidios en África promoverían la solidaridad internacional, el ejemplo de sangrientas dictaduras sería el arranque de la nueva conciencia democrática internacional… Uno se explica por qué George Santayana buscó refugio en un convento después de lanzar su famosa sentencia: “Quien no conoce el pasado está condenado a repetir sus errores”. Hoy debe mirarnos con tristeza desde el más allá.
En los avanzados centros tecnológicos del mundo se organizan las guerras del futuro, como se comprueba con las revelaciones de Edward Snowden sobre los alcances del espionaje estadounidense: de que la perra de la NSA es brava, hasta a los de casa muerde.
Los nuevos “barones salteadores” dejaron atrás las fórmulas de Ponzi y rapiñan el producto interno bruto de países débiles mediante fórmulas electrónicas y movimiento de capitales. Cientos de miles de seres humanos mueren en Medio Oriente para que en Occidente los consumidores se ahorren diez centavos en el galón de gasolina…
En el Olimpo tecnológico, los dioses ríen.
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