Desde las colecciones hasta los inmuebles, el museo considerado como templo de experiencias e instancia educativa exige un respeto, fomenta temor reverencial y, lo más importante, valora en extremo los objetos que custodia. No sucede igual en los museos de ciencia o de economía, en donde el discurso se manifiesta y se hace concreto al visitante a través de una serie de dispositivos que hacen aparecer no sólo la narración producida por un curador o un conjunto de ellos, sino también la experiencia que demuestra aquello que se está narrando. En los museos de arte o historia, los objetos son realidades fehacientes, comprobaciones de hechos del pasado o de acontecimientos estéticos y artísticos que se han quedado congelados en el tiempo y que nos permiten una aproximación a esos tiempos idos.
Imagínense que el museo nos contara historias con cosas “falsas”: nos sentiríamos burlados, vulnerados en lo más profundo porque no se espera de un recinto tan serio que esté dispuesto a engañarnos por puro efectismo o por no romper su cadena narrativa si alguna pieza-eslabón está faltando. Si el museo me cuenta algo, debe ser un discurso científicamente avalado por profesionales (de la arqueología, de la paleontología, de la historia o de la historia del arte, por nombrar sólo algunos ámbitos disciplinares) y me lo debe contar con una sucesión de objetos que sean auténticos. Los recintos dedicados a los próceres de la patria son mucho más propensos a la gestación de lo que Marc Bloch llamaba “el ídolo de los orígenes”. La obsesión por encontrar el origen, la primera de todas las causas de una cadena de explicaciones que los historiadores tejen respecto de algo, se convierte en parte fundamentalmente incómoda del trabajo, pero hasta que me vi enfrascada en tareas de museos pude entender que, en cierta medida, los historiadores muchas veces somos así porque “la nación nos lo demanda”.
El público quiere explicaciones satisfactorias. Rara vez quiere hacer ejercicio (de lectura, sobre todo). Decirle que este pañuelo que ve es el mismísimo que usó Benito Juárez, o que esa pluma fue la que utilizó el compositor X para escribir sus últimas piezas, o que esos lentes, pelucas y sombreros son la colección usada por el escritor. Y es importante porque nos da emoción saber que los objetos fueron “tocados del natural”, es decir, que tuvieron alguna vez la grasa, sudor, temperatura, células muertas y demás materias impresas por el personaje mitificado. Sus objetos, mitificados también, dan testimonio de su existencia y en una extraña operación de ida y vuelta, le construyen al antiguo dueño un aura de humanidad. Como visitantes, repito, no dudamos generalmente de que nos están mostrando “la verdad”. Si algún curador se avienta el tiro de presentar una escribanía cualquiera, en vez de presentar la que denodadamente empleó Fulano para firmar documentos en su glorioso y reputado quehacer que lo elevó al pedestal de mármol de la historia, ¿creen que alguien lo va a notar? El valor que damos al objeto al musealizarlo deviene en su potencial alquímico para demostrar hechos y existencias, aunque el dicho objeto no haya pertenecido en realidad a X o a Y.
Es distinto (y la reflexión vale la pena) cuando nos enfrentamos a colecciones de objetos de vida cotidiana cuyos dueños permanecen anónimos: cambia nuestra percepción, pues no estamos ante la posesión de un gran prohombre, sino que estamos frente a prendas usadas por un(a) ilustre desconocido(a) que nos reporta, eso sí, experiencia del pasado, nos permite imaginar cómo era la vida usando eso y tratar de concretar sensaciones tal vez muy básicas (“sería incómodo vestirse así ahora, me tardaría el triple en llegar a tal lugar en ese carruaje en el que, además rebotas; no imagino yendo de aquí a allá por el centro histórico a bordo de una silla de manos”, piensa uno).
La evidencia del pasado está en el objeto. El objeto permite aventurar interpretaciones fenomenológicas a partir de su cuidadoso escrutinio por parte del visitante; lo más importante, el objeto es una prueba y habrá que ver de qué: de concatenación de frases en una narración mayor llamada curaduría, de que existió Fulano (y usaba pluma fuente), de que en el siglo XVIII novohispano las mujeres se amarraban relojes a la cintura como símbolo de modernidad y estatus… Pruebas. Se convierten en fetiches cuando tienen en su estructura molecular la “vibra” del prohombre. A veces a los curadores se les alborota la manía de atar pruebas objetuales con testimonios documentales. Es importante como estrategia de demostración, pero si se incurre en excesos, el público se aburre. Generalmente un papel signado o manuscrito no tiene el mismo potencial de suscitar morbo que un objeto. Ahora bien, éstos se convierten en algo francamente desagradable ‒pero que estimula como nada nuestro interés enfermizo‒ si tienen secreciones del propietario (sangre, sobre todo). La camisa baleada de Mengano tiene una fuerza expresiva que nunca tendrá un traje típico en una exhibición. Aunque igualmente esos trajes son pruebas (de cómo se viste una persona de tal o cual jerarquía en el seno de una comunidad), son menos susceptibles de movernos a curiosidad morbosa porque sus usuarios son anónimos y son un tanto “promedio”: ver un traje de novia del siglo XIX sin duda es una experiencia que estimula la imaginación de muchas personas, pero no reviste la misma “importancia” que ver la casaca con la que fusilaron a Vicente Guerrero (o la que le quitaron antes de mandarlo al paredón en Cuilapan). ¿Qué buscamos? Los orígenes, lo que nos explica, a lo que hay que referir, en última instancia, todas las respuestas de una larga cadena de explicaciones. Se fetichiza por la musealización, se convierte en testimonio de verdad.

¿Y la fibra de vidrio? Traigo justo ahora la pregunta porque hay otros objetos que también constituyen pruebas y que son verosímiles mas no verdaderos: me refiero a las reproducciones. En el INAH incluso se habla de “reproducciones autorizadas”, es decir, que un colegio de expertos avala por ser casi idénticas a los objetos reales. En muchas exposiciones (cito ahora la muestra de colecciones del Vaticano que se exhibe en el Antiguo Colegio de San Ildefonso, la exposición que terminó hace algunos meses en el Museo de la Ciudad de México y que se refería a la ciudad como protagonista en ocho siglos de historia, por mencionar dos ejemplos), las reproducciones están y sirven a un propósito claro: el de sustituir un eslabón que no llegó, que no prestan o que sería imposible de trasladar y exhibir en el museo. A veces, la reproducción sustituye a un objeto auténtico en muy deficiente estado de conservación. Los visitantes no necesariamente notan que se trata de una fibra de vidrio o un facsímil en el caso de los códices, libros, etc.
Está en la ética de los curadores advertir que se trata de una reproducción y señalar la fecha en que se hizo. Incluso hay convenciones museográficas y otras ideadas por los propios recintos para hacer evidente que esa reproducción NO es un objeto histórico auténtico dentro del discurso, sino un apoyo. Cuando trabajé en el Museo Nacional del Virreinato hace años, me llamaba mucho la atención la enorme pila bautismal de Zinacantepec. Lo que me apabulló fue que pasé junto a ella constantemente y no me dí cuenta hasta muy tarde de que era una enorme reproducción en fibra de vidrio. En un tiempo fue un objeto funcional para ilustrar un discurso que implicaba el conocimiento de estas manifestaciones del siglo XVI. No podíamos tener la pila real: una reproducción dijo más que mil palabras o que una buena fotografía, pero en cuanto supe que era falsa, le perdí el respeto. Al objeto y un poco al discurso. Me sentí como se sentiría cualquiera cuando le dicen que algo no es genuino. ¿Para qué voy al museo si no me van a decir la verdad? En museos de arte la cosa es distinta. El arte también es un objeto probatorio, único, pero sí es muy mala cosa que un museo presente falsos conscientemente. Por eso tanto cuidado se pone en las cédulas que anuncian que este cuadro es una atribución (es decir, sospecho que es de Fulano, pero no tengo las pruebas y por eso el equipo curatorial lo atribuye). Esa precaución nunca está de más y, cuando la investigación avanza y se puede confirmar o descartar esta información se experimenta la alegría propia del descubrimiento científico. La verdad del arte parecería más necesaria al espectador y el velo de lo artístico mucho más difícil de rasgar. El discurso histórico (pruebas de hechos que acontecieron) se mostraría más susceptible de recurrir a la estratagema de la reproducción, del engaño, y sólo porque confiamos en que la pluma es de Manuel M. Ponce, y no se pierde el encanto de la experiencia de contacto con un personaje.
En fin. Coleccionistas y profesionales de museos estamos afectados en lo general por un fetichismo que raras veces se pondera. ¿Será necesaria una propuesta curatorial que desmitifique la realidad objetual de algo que contiene rastros de sangre, sudor y lágrimas? ¿Revela una especie de retraso en nuestro proceso de maduración, como espectadores críticos, seguir deseando el encuentro con el mito? Juzguen ustedes mismos.