Que no es por la memoria. Los terribles acontecimientos del pasado 2 de septiembre en el Museo Nacional de Río de Janeiro, la reducción a cenizas de su inmueble histórico y la irreparable pérdida de casi todo su acervo, conmocionó a la comunidad internacional pero, sobre todo, dejó descobijada a la memoria histórica y paleontológica de Brasil y del cono sur.
Durante días pasados se han estado publicando artículos tanto en prensa nacional como internacional: testimonios en videos desgarradores muestran la desolación de quienes vivieron acogidos por esa institución y por ese patrimonio hoy perdido. Investigación de años, eslabones de una cadena que se ha roto en mil pedazos, amargura e ira contra la sola idea de la pérdida es lo que queda en los trabajadores del Museo Nacional de Río de Janeiro.

Las causas del incendio aún son discutidas, pero en cuestión de horas las llamas se descontrolaron y consumieron colecciones enteras de insectos, fósiles, moluscos y material etnográfico. En esta columna reflexionábamos alguna vez sobre los objetos y su fetichización museológica: ante una tragedia como la que vivió Brasil, la reflexión y la revisión de las condiciones propias se hacen aún más necesarias.
En uno de los muchos artículos que se publicaron en estas semanas, leía uno en particular que me pareció demoledor. Se titula “Lesson from Brazil. Museums are not forever”: http://theconversation.com/lesson-from-brazil-museums-are-not-forever-102692. Chip Colwell, autor del artículo y catedrático de antropología en la Universidad de Denver, Colorado, dice que un museo se presenta habitualmente como un recinto permanente y atemporal. Generalmente, la solidez de su apariencia haría prácticamente imposible pensar en su destrucción. Puede haber deterioro, pero nunca destrucción absoluta. El museo deviene fortaleza. El autor también reflexiona en que, al resguardar un objeto en el museo, estamos protegiéndolo de su desaparición y podemos estar tranquilos, pues al entregarlo al amparo de la fortaleza y de sus cuidadores, su perdurabilidad está garantizada.

La lección que el 2 de septiembre nos dio Brasil nos hizo ver que esto no es así. Y que además hay un sinfín de factores (no solamente el fuego) que pueden redundar en la pérdida de un cuerpo de objetos. Malas prácticas de conservación preventiva, de exhibición, de embalaje y traslado, no contar con sistemas que permitan el control de temperatura y humedad relativa en salas y repositorios de colecciones, filtraciones, ataque de agentes vivos, vandalismo, guerra, y todo lo que en las pólizas internacionales de seguros se conoce como “acts of God” están constantemente al acecho del patrimonio. Baste recordar la enorme devastación que causaron los dos sismos de septiembre 2017 en varios estados del país. Por supuesto que una sana política de revisión constante de instalaciones y dispositivos de seguridad es una obligación de cualquier museo, pero esto solo no es garante de la conservación de inmueble y colecciones, pues debe estar alineado con otros factores como la capacidad de reacción, el profesionalismo y compromiso del personal dedicado a la seguridad, la oportunidad de los avisos del área de mantenimiento, la prontitud de la respuesta de áreas que tienen competencia sobre inmuebles históricos o con declaratoria, la respuesta a la voz de alarma por parte de autoridades centrales. Si no se cuenta con todo esto y, desde luego, con el presupuesto para intervenir de manera constante, la conservación del patrimonio se hace más y más difícil.
La situación que vivió Río de Janeiro pudo haberla vivido cualquier museo latinoamericano. Nos sobrecoge la sola idea de la pérdida, el desamparo en el que quedaron los trabajadores, la ruina en que se convirtió, en cuestión de horas, la antigua residencia imperial, pero nos horroriza más, en el fondo, la idea de que un museo pueda ser pasto de las llamas. Es como una violación a la fortaleza: debe resistir. Pero nosotros debemos comprender que, si bien hay un cúmulo de factores que observar y muchas acciones que ejecutar de manera preventiva, la aparente solidez de la institución-museo recibió un golpe maestro. Ese templo blanco que fue la cristalización del sueño ilustrado de conservar para memoria de la humanidad todos los vestigios de las civilizaciones no es más que eso, un sueño. La mayor o menor vulnerabilidad de un recinto y sus colecciones depende de muchos elementos, ya lo hemos dicho, pero siempre existirá.

Aunque hoy en día podamos reproducir o representar realidades con mayor facilidad gracias a la tecnología, el objeto con “aura”, en objeto histórico que el museo y la investigación fetichizaron sobre su antiguo uso y gracias a su aislamiento para ser estudiado y exhibido, puede hacerse polvo. ¿Dónde está la memoria histórica? ¿En los museos, en donde se conservan objetos precarios? Está en el actuar de una comunidad, en sus prácticas cotidianas, en sus redes culturales que, aunque intangibles, son más fuertes que la piedra.
Mi solidaridad a los colegas del Museo Nacional de Río de Janeiro y que el deseo de reconstrucción pueda más que el deplorar la pérdida.