Orígenes y tradición. Un llamado a la emancipación
Sara Baz

La deriva de los tiempos

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Éste es un primer llamado a la emancipación, lo que quiere decir que haré más. En mi columna pasada hacía referencia al texto multicitado y editado por Eric Hobsbawm y Terence Ranger, La invención de la…

Lectura: ( Palabras)

Ritual, tradición y espectáculo

Éste es un primer llamado a la emancipación, lo que quiere decir que haré más. En mi columna pasada hacía referencia al texto multicitado y editado por Eric Hobsbawm y Terence Ranger, La invención de la tradición. Comúnmente se asocia la palabra tradición a un conjunto de rituales o prácticas que tienen como origen común un acontecimiento fundacional que es preciso conmemorar. Se trata de prácticas simbólicas mediante las cuales, el sentido de la comunidad se reconstituye y refrenda su identidad.

No obstante, decíamos, entre más antiguo u originario se aprecie algo, es de más reciente creación. Una tradición inventada puede adoptar múltiples maneras de manifestación que por lo común responden a intereses muy específicos de grupos de poder que tienden a la perpetuación de dichas prácticas. Nuestra “identidad nacional” no es tal cosa, sino una red de construcciones simbólicas que resultan de síntesis y adiciones que se han hecho, como soluciones de continuidad histórica, a lo largo de la vida del país. Nuestra “identidad” (con comillas, porque es un cartabón, no es nuestra verdadera identidad) se construyó a resultas de que México nació como Estado: no podemos pensar fuera de esta estructura moderna y por ello nos cuesta valorar y entender cualquier manifestación que se inscriba en una temporalidad “de antiguo régimen”. El ritual es algo más allegado a esas otras temporalidades, en donde lo sagrado tenía cabida y era capaz de proporcionar explicaciones. El ritual restituye y permite tranquilidad: brinda espacios de convivencia y de confianza en lo que se está haciendo. Pensar el ritual en términos emancipadores no es algo que tenga cabida en el mundo contemporáneo; al menos no en términos de su función originaria, catártica y cohesionadora, aunque hoy en día se realicen actos que motiven catarsis y cohesión.

XIV Congreso Internacional de Arte y Educación.
Imagen: IBERO-Arte Educación.

En el XIV Congreso Internacional de Arte y Educación que organizó el Departamento de Arte de la Universidad Iberoamericana, dedicado particularmente a la revisión de temas vinculados con la problemática de la decolonización, fue inevitable referir la educación en el arte como una vía de emancipación. Pensaba, durante las jornadas, en cómo se puede operar el ejercicio de decolonizar y deconstruir no sólo en la educación (trinchera por demás importante), sino en todos los ámbitos de participación pública y de gobierno, para pasar después al ámbito privado. Mi pensamiento voló hasta temporalidades distantes: comencé por reflexionar en que el mexicano promedio no tiene una buena “opinión” sobre los tres siglos en que parte del actual territorio de México perteneció a la Monarquía Hispánica. Se tiene la idea de que estos siglos representaron sometimiento, esclavitud, colonialismo. No se piensa –porque no se asume y por lo tanto, no se enseña– el carácter orgánico de esa monarquía, máxime en los siglos XVI y XVII, carácter que favoreció un desarrollo cultural e institucional sin precedentes. En aquella sociedad ciertamente estamentaria, pero móvil, existía, por supuesto, la desigualdad –como existe ahora–. Había, sin embargo, diferencias y algunas de ellas residen en el poder del ritual. Pueblos de indios con autonomía de gestión y con representación política, ciudades manifestando su preeminencia, el ámbito variopinto del reino de Nueva España posibilitó expresiones multiculturales.

Pensar la decolonización en el presente y en el pasado tiene muchos registros: la distinción entre alta cultura y cultura popular, el racismo, la condición de desigualdad de la mujer, por mencionar algunos. También en un fuero personal, advertí que la operación de decolonización tendría que comenzar desde mi propio cuerpo, mis ideas sobre educación, mi propia percepción de la historia, mi manera de percibir y entender el mundo.

Educación decolonizada.
Mural: Brigada Ramona Parra.

Pensando En la deriva de los tiempos, decolonizar implica emancipar, reconocer y dar cauce a la libre expresión de las personas y de las comunidades. Pero, ¿esto es posible en nuestro país? Para decolonizar nuestras relaciones sociales hay que empezar por cobrar consciencia y decolonizar nuestras instituciones. En ese proceso, la educación formal y no formal resulta fundamental. Lograr la decolonización implicaría revisar y ponderar qué es lo propio en el seno de cada comunidad (es decir, resultaría imposible, a mi parecer, pensar en esto a escala nacional) porque a partir de esa ponderación es que encontraríamos cauces para la expresión de lo que nos constituye y nos identifica. La supeditación al Estado-nación (máxime en una acepción bastante arcaizante como la que percibimos en el régimen actual) implica homologación e imposición desde la enunciación de políticas (valga recordar la explicación del presidente de su noción de cultura y valga también traer a colación su política económica). Es inevitable recordar la toma de posesión de AMLO y refigurar el acto dramático y cuidadosamente construido, de recepción del “bastón de mando” de manos de un representante de los “pueblos originarios” de nuestro país. Si el acto me pareció chocante entonces, a la luz de estas reflexiones me parece francamente afrentoso. Esto ya ha sido objeto de numerosos análisis y no me voy a detener en ello, sin embargo, para explicar el por qué lo traigo a colación, tengo que volver a la idea de tradición.

Construir una política totalizante sobre un concepto de origen que es de reciente creación y desarrollar acciones de impacto nacional e internacional, no deja de tener un tinte perverso. Enunciar políticas sobre una verdadera idea de multiculturalismo no tendría encono hacia un pasado monárquico ni pretendería que todos los “pueblos originarios” tienen las mismas aspiraciones. La modernidad, como nos la pintaron Kant, Herder y Voltaire, entre otros, desde el eurocentrismo, implica una marcha de la humanidad toda hacia un mismo objetivo: el progreso. Pero en la actualidad sabemos que ese progreso es una entelequia y que debemos problematizar, refigurar, reimaginar y reelaborar nuestras respectivas teleologías a partir de los lazos que construye la cultura.

Multiculturalismo.
Imagen: El Chagual.

Me gusta pensar la tradición (del latín tradere, traer) como un muñeco de peluche muy preciado para un niño. Lo arrastra, lo abraza, juega con él, duerme con él, le cuenta sus sueños, le pone nombre y lo rebautiza más tarde, lo tira al suelo, se ensucia, nunca es el mismo. Es invención de mundos y pertenencias, pero nunca es prístino. Sin embargo, construye, es familiar, es propio. El espectáculo mediático que se montó desde la presidencia no refiere a tradición. En la deriva de los tiempos, tendríamos que comenzar a pensar en decolonizarnos: podríamos empezar con la toma de consciencia y con la identificación de prejuicios, pero también con la búsqueda de lo que realmente nos representa.  ¿Para qué? Para ser libres de encontrar expresiones propias, para tener libre ejercicio de la crítica y no aceptar que nos sometan a imposiciones o cartabones de muy reciente creación que sólo nos dividen y no construyen. Para concebir la cultura como esa red de relaciones simbólicas que uno tiende con el mundo y que nos sostienen, no como una sola visión reduccionista y excluyente que resulta funcional en el marco de un discurso populista por demás hueco. Para entender que el arte es un medio que nos reconecta con el ritual y lo sagrado, con la posibilidad de establecer conexiones profundas, más allá del triste panorama que a diario nos entregan los medios.

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