El 14 de mayo de 1940, mientras aún se negociaba una eventual rendición del lado neerlandés, los aviones de la Luftwaffe, la fuerza aérea nazi, recibieron la orden de arrasar con el puerto de Rotterdam.
Más de 50 aviones Heinkel He 111s que habían partido desde el noreste, dejaron caer la totalidad de su letal cargamento.
El casco histórico de la ciudad fue derruido rápidamente; lo que logró quedar en pie, no tardó en ser pasto de las llamas. Más de 25 mil hogares reducidos a cenizas y 85 mil personas a la intemperie, significaron el anuncio de la capitulación neerlandesa.
En el cruce del río Rin y el Mosa, a 30 kilómetros del Mar del Norte, sobre un delta de aguas pantanosas llamado Rotte, este puerto donde hace miles de años los bátavos se asentaron, guarda una posición geográfica estratégica.
Mas, si los nazis se cuidaron de no devastar el puerto, a sabiendas de que las utilizarían más tarde, en 1945, ante el incesante avance de los aliados, los alemanes optaron por dinamitarlo antes de capitular.
Así, el castigo sobre Rotterdam fue doble. El bombardeo de 1940, primero; el arrasamiento portuario, después.
Los ecos de la destrucción, por un lado, y el posterior renacimiento de este puerto, por otro, es pues múltiple.
En el centro del imaginario neerlandés, y europeo, sobre la guerra, y sus horrores, sí, la representación colectiva de Rotterdam, hoy nuevamente el puerto más importante de Europa, se erige a su vez sobre el valor, la fuerza y capacidad de reconstrucción.
No extraña en absoluto, por tanto, que haya sido precisamente este emplazamiento de las posibilidades humanas de la resiliencia, donde se hubiera elegido emplazar la sede la Comisión Global de Adaptación (CGA).
Presidida por el ex secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, la CGA es una iniciativa multilateral que tiene como centro colocar los proyectos de adaptación climática en el horizonte de la cooperación mundial.
Se trata de un organismo perfilando a sumar esfuerzos en el terreno de la adaptación, en la inteligencia de que se trata del ámbito necesariamente complementario de lo que se viene haciendo en el terreno de la mitigación.
Adaptación y mitigación climática, deben ser entendidas, pues, como rutas convergentes, entrecruzadas, en el marco de una estrategia única global para superar la crisis climática actual.
Consecuente con ese propósito, la CGA ha inaugurado hace unos días una nueva sede que es todo un portento tecnológico y conceptual.
El nuevo edificio, cuya característica más sobresaliente es que es flotante, es a su vez congruente con el peso que la arquitectura tiene para la ciudad de Rotterdam como signo de su renacimiento después de la guerra.
Si Octavio Paz atinó al nombrar a la arquitectura como el testigo insobornable de la historia, la sede de la CGA estaría llamada a ser (adelantada) testigo de una historia de futuro; o al menos, tal parece el propósito.
Construido a partir de grandes piezas, a la manera de un lego gigante, que fueron traídas por los ríos navegables que se cruzan en Rotterdam, el nuevo edificio de la CGA aspira a representar la clase soluciones que la Comisión impulsa.
Así, las oficinas recién inauguradas, destacan sus constructores que consideran “su propia fuente de energía solar y un sistema de intercambio de calor a base de agua”, lo que lo vuelve un edificio “completamente autosuficiente”.
También es un ejemplo destacado, dice la CGA, “de diseño circular con todos los materiales utilizados en su construcción completamente reutilizables y reciclables”.
La nueva sede la CGA se suma así al catálogo de proyectos arquitectónicos flotantes de nueva era.
Sobre el agua, flotando en ella, comienzan a multiplicarse soluciones arquitectónicas emblemáticas que buscan responder a los desafíos más urgentes de nuestra época.
De ello dan cuenta, por citar dos ejemplos, la escuela para más de 100 alumnos que flota sobre 250 barriles de plástico, en la ciudad de Lagos, y es obra del arquitecto nigeriano Kunlé Adeyemi, por una parte.
O, por la otra, la “Barcaza Medusa” de los arquitectos Cristiana Favretto y Antonio Girardi y que consiste en invernadero flotante capaz de producir de modo hidropónico y 150 litros de agua potable al día.
“Demonios alados del reino del mal”, escribe el poeta neerlandés, Joop van den Bos, nacido en Rotterdam en 1928, “despegaron poseídos para matar a ciudadanos indefensos, hijos de una ciudad abierta”.
Muchos años después, si alguna vez del cielo de Rotterdam llovió fuego y destrucción, a las aguas que le otorgan su condición de ciudad abierta, dijera Van de Bos, se ancla hoy una arquitectura que apela a la acción urgente para salvar al planeta.
Para que la memoria de aquel niño que sería poeta y que jugaba entre las ruinas del centro “de aquella ciudad en un mar de humo, espacio en un resplandor apocalíptico, de negro y rojo en un humo sangriento”, no concite la confluencia del río del pasado y el río del futuro.
Para que no vuelva a ser nunca más. Para que aquella ciudad en llamas, no sea el planeta mismo.
En lugar ni tiempo alguno.
Como nunca antes había sucedido hoy la arquitectura forzosamente debe converger con lo sustentable y ser paradigma de ello, se logra a base de compromiso e investigación con apoyo de los pueblos y los gobiernos, ese edificio que describes debe ser extraordinario. Gracias