Hace poco me di cuenta de que el vino y la obra de arte se manejan con estándares similares. Estando en el medio de los museos no extraña (pero tampoco deja de emocionar) ver cómo llegan a un recinto camiones climatizados con cajas enormes de madera que descienden protocolariamente gracias a una rampa hidráulica. Quitando al necesario aparato de seguridad y custodia, las cajas marcharán discretamente hasta una bodega de tránsito en el museo, tratando de evitar, en lo posible, cualquier sobresalto. Si la maniobra es nocturna, tanto mejor: la idea es preservarlas del sol y de la mirada de los curiosos; los cambios abruptos de temperatura y humedad podrían ser letales.
La preciada carga deberá reposar al menos 24 horas antes de abrirse: sus moléculas se habituarán a las nuevas condiciones, pese a que durante el viaje se le ha tratado de preservar en una especie de microclima. Con el vino sucede algo parecido: no le gusta la vibración, mientras reposa en barricas en las cavas se agradece que no haya ruido. El ambiente es controlado; los cambios de temperatura son fatales, se manipula -idealmente- con extremo cuidado y se espera el tiempo debido para su oxigenación antes de beberlo. Y es porque tanto el vino como la obra de arte son patrimonio tangible, documentos de cultura y materia delicada: la del vino, porque está viva. La de la obra, porque para ser lo que es debe mantenerse cohesionada.
Vino y obra son inversiones, pueden venderse antes de producirse, se conservan con altos estándares de calidad, se puede gastar millones en ellos, se aseguran, se subastan, se preservan a toda costa porque, sobre todo, son susceptibles de generar experiencias inolvidables.

Para vivir en el cautiverio de la cava, el vino necesita una temperatura constante de 14 a 15 grados centígrados y mucha humedad (+/- 75% HR). El calor dilata el vino y acelera su envejecimiento prematuro; el frío excesivo lo hace precipitar cristales que, en el caso de los bitartratos, pueden quedar adheridos en el corcho. Para mantener a la obra en bodega y exhibición, la media se eleva dependiendo de su materia constitutiva (18 a 21 grados) pero es necesario observar una humedad relativa de entre 45-55%. Ni al vino ni a la obra les gusta la intemperie y ambos lo pasan mal con una irradiación de luz excesiva (a menos que las obras sean de bronce, mármol o cualquier otro material resistente que, al cabo del tiempo, terminará desgastándose). Detrás de la elaboración de vino y de obra hay años de formación, aprendizaje, síntesis de esquemas y conocimientos del pasado, trabajo de la materia, ansiedad por las condiciones climáticas y una gran parafernalia de conservación y servicio.
La obra que no es apreciada sólo sirve, probablemente, como inversión: por eso es tarea de las galerías y museos aportar lo necesario para servirla apropiadamente. Esto es equiparable a servir un vino en la copa incorrecta, si no elegimos el recipiente adecuado no llevamos al vino a su máximo potencial aromático. La obra artística, de igual manera, requiere la disposición de un mínimo número de elementos que la identifiquen (base, iluminación, cédula por lo menos), y de otros tantos que la lleven a su máximo potencial de disfrute (altura, planos de fondo, cromática, mediación). Uno podría pensar que los efectos de esta parafernalia ajena a la pieza no serían tan determinantes, pero al igual que un Chardonnay con barrica pierde sus aromas si se sirve en una copa diseñada para Sauvignon Blanc, el espectador necesita que lo conduzcamos -musealizando- a una apreciación correcta. Para eso sirven las formas.
En síntesis: arte y vino presentan algún parecido en su manejo y disposición. Tal vez lo más significativo es que hablan de personas, de sus hacedores, de sus consumidores, de los hábitos que llevaron aparejada su creación y su disfrute. Son materias con sentido.