Uno de los momentos más difíciles que enfrenta el ser humano es el final de la existencia, propia o de los seres queridos. Éste puede ser esperado, por edad avanzada, salud disminuida o enfermedad terminal; en otras ocasiones cae inesperadamente, sin oportunidad de prepararse para el momento. En ambos casos, la partida genera un dolor inevitable que puede transformarse peligrosamente en sufrimiento permanente.
Si bien es cierto que todos, tarde o temprano, vamos a dejar esta existencia, también lo es la falta de aceptación a este acontecimiento y que casi siempre se experimenta como inoportuno. Para algunas personas lo ideal es que el final irrumpa, para otras que avise su proximidad; sin embargo, esto queda totalmente al margen del gusto y de la decisión personal. La muerte inevitablemente se presenta cuando se presenta; por ello es necesario preparase para que, en cualquier tiempo y forma que se manifieste, se posean las herramientas convenientes para hacer frente al momento.
Aceptar la extinción de la vida, por absurdo que parezca, proporciona múltiples ventajas en el devenir de las personas, a saber: facilita disfrutar cada momento de la vida en la consciencia de qué va a pasar, evita apegarse a recuerdos dañinos, habilita para dejar ir a los seres queridos cuando ha llegado su hora y prepara para abandonar esta dimensión de la mejor manera posible.
La enfermedad terminal, cuando se acepta, permite preparar, en compañía de familiares y personajes significativos que acompañaron la vida, la maleta para el viaje final.[1] Es el momento oportuno para recolectar los buenos recuerdos, las bellas experiencias, los datos representativos que condujeron la historia y la memoria de todas las personas que estuvieron en el trayecto. Es la posibilidad de agradecer, de reconocer y de perdonar para no dejar pendientes que luego torturen la mente.
Sin embargo, hay veces que la muerte llega sin aviso previo y sorprende. En esos casos, la preparación comunitaria queda eliminada, pero no así la posibilidad de cerrar el círculo, aunque la forma cambia dependiendo de quien se trate: de otros o de uno mismo.
Cuando la muerte tomó por sorpresa a un ser querido conviene hacerle la maleta, es decir, recordar al difunto, hablar con él, imaginar qué podría decirnos, imaginar que le entregamos su maleta y despedirnos con la certeza de que ya se encuentra en un mejor lugar.
Suele ser más complicado prepararse para la propia partida, porque disgusta y se teme pensar en ello. Sin embargo, algún día va a pasar, por ello conviene aprender a vivirse despedidos. Con todos los asuntos prácticos resueltos para no dejar complicaciones a los deudos, afectivamente demostrando lo valiosa y querida que es la presencia de los otros y de ser posible teniendo listas cartas póstumas que consuelen la pena de la propia ausencia.
Ciertamente la muerte es inevitablemente una experiencia que la humanidad enfrenta, ante ella, la espiritualidad es el único medio que permite trascender uno de los acontecimientos más dolorosos y darle sentido. Sin importar a qué tradición religiosa pertenezca e incluso si se es ateo, la aceptación del aspecto espiritual de las personas permite sublimar la pérdida, porque el afecto que construimos en vida se mantiene a pesar de la ausencia definitiva, porque la vida de los muertos pervive en la memoria de los vivos.
[1] Esta analogía la tomé del sacerdote Hernán Quezada, SJ. que así lo expresó y me encantó.
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