Benito Juárez y la invención del Estado liberal
Antonio M. Prida

De Frente y Derecho

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Me parece que ha llegado el momento, y la situación de madurez suficiente, para que México se atreva a tener una visión ponderada de la obra de Juárez. Una visión que se aleje de leyendas blancas y negras. Una perspectiva…

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Se publica a continuación el último artículo de los tres historiadores que invité para compartir con nuestros lectores sus respectivas visiones sobre el Tratado McLane-Ocampo que tanta polémica ha generado, durante los casi 160 años desde que fue negociado.

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Por Rafael Estrada Michel.

Hace cosa de doce años, en el primer sexenio de la incierta transición democrática, escribí las líneas que siguen en un intento de modular las posiciones, siempre extremas, que se suscitan en torno a la figura del Benemérito de las Américas. Aunque he procurado un aggiornamento de lo que decía entonces, quiero creer que hoy, con ocasión de los renovados acercamientos acríticos que vuelven a colocar a Juárez en el centro de la palestra pública, así como de la discusión que la generosa pluma de Antonio Prida suscitó en este mismo espacio, mis palabras pueden cobrar algo de vigencia y contribuir a la serenidad. Juzguen ustedes, compatriotas.

Me parece que ha llegado el momento, y la situación de madurez suficiente, para que México se atreva a tener una visión ponderada de la obra de Juárez. Una visión que se aleje de leyendas blancas y negras. Una perspectiva que permita valorar lo que Juárez y su grupo –particularmente los integrantes de su ministerio‒ significaron en el proceso de consolidación del Estado mexicano, sin desconocer sus faltas graves y los yerros que pusieron en entredicho a la Nación tan sólo diez años después del despojo de Guadalupe-Hidalgo.

Propongo para ello dos cosas: la primera, tratar de situar la actuación política del presidente Juárez en algún esquema científico-explicativo. La segunda, analizar desapasionadamente la ingente literatura que en torno al hombre de Guelatao se ha producido. Para muestra, tres botones.

El primero, de color blanco, el libro El otro Juárez, del político, en activo cuando su publicación, Tulio Hernández Gómez. La obra incurre en casi todos los vicios que, no sin razón, se han denunciado en contra de la hagiografía juarista, cuyo exponente más brillante fue don Justo Sierra. Se refiere, por ejemplo, al controvertido Tratado Mac Lane-Ocampo como un “proyecto” que constituyó un “yerro” de Juárez y que “para fortuna del país” no fue ratificado “por el Senado norteamericano ni por el Congreso nacional de México”,[1] olvidándose de que, entre otras lindezas, el tratado no preveía en absoluto participación alguna para el órgano legislativo mexicano, puesto que el artículo 11 del mismo establecía que el tratado sería ratificado “por el Presidente de México en virtud de sus facultades extraordinarias y ejecutivas” –“es decir de las dictatoriales que él mismo se había arrogado sin autorización ninguna del Congreso mexicano”‒ en las exactas palabras de Ezequiel Chávez.[2]

Un segundo botón, el de color negro, es ya un clásico de la literatura conservadora. Me refiero al libro de Alejandro Villaseñor, que contiene los ensayos sobre los tristemente célebres sucesos de Antón Lizardo, el Brindis del desierto y el citado Tratado Mac Lane-Ocampo.[3] Muy en la línea de Vasconcelos, que afirmaba que durante las negociaciones del tratado “la actitud del ministro de Juárez en Washington, don Matías Romero, es de aquellas que ameritarían el cadalso en un país consciente y organizado”,[4] el libro de Villaseñor le niega la sal y la mesa al gobierno de Juárez, y se abstiene de indagar las motivaciones profundas que movieron a los hombres de la reforma, enfrentados, qué duda cabe, a un Estado estamental que se negaba a morir. “Salvar el alma o salvar a la ciudad”. ¿Alguien puede negar que, como supo ver Max Weber, es ésta la gran disyuntiva que aqueja al auténtico político? La obra de Villaseñor, que cuenta con el indudable mérito (¡y en qué tiempos!) de denunciar apasionada y eruditamente actos extremadamente cuestionables (piénsese simplemente en que el multimencionado Tratado habría significado el paso a perpetuidad para tropas y ciudadanos yanquis no sólo por el istmo de Tehuantepec, la antigua pretensión del infame Polk según su reciente biógrafo Robert W. Merry, sino por una new frontier señalada artificialmente entre el puerto de Guaymas y algún lugar cercano a Nuevo Laredo, a cambio de una cantidad ridícula de dinero), pierde la perspectiva histórica cuando se abstiene de considerar lo que en el fondo movía a los liberales y resulta, en consecuencia, inútil a la hora de intentar esbozar un esquema científico que coloque a la Reforma mexicana dentro del gran movimiento estatalista mundial de la segunda mitad del Ochocientos. En idéntica tesitura denigrante podemos ubicar a Celerino Salmerón, con sus Grandes traiciones de Juárez, que no se limita a denunciar al Mac Lane-Ocampo, sino que extiende la crítica a las convenciones firmadas con España, Francia e Inglaterra.

Al tercer botón lo mueven hilos de intensa emotividad. Me refiero al Benito Juárez, Estadista Mexicano de Ezequiel A. Chávez. Emotividad, sí, porque constituye en buena medida la respuesta de Chávez a las afirmaciones de su maestro, Justo Sierra, el hombre que pretendió sin éxito llevarlo nada más y nada menos que a la rectoría de la Universidad Nacional, silla que no ocuparía sino hasta el advenimiento usurpador de Huerta. El libro de don Ezequiel constituye a mi entender el primer esfuerzo por cientifizar la cuestión juarista. Un primer esfuerzo, inédito por mexicano, al que habrían de seguir los muy posteriores de Hamnett, Guerra, Brading, Roeder, Cosío Villegas, Fuentes Mares, Galeana, Krauze y Villalpando, que ha destacado ya en estas páginas la importancia de Juárez en la configuración de un profético “libre comercio” norteamericano.

El editor de una de las ediciones del Juárez chavista, Salvador Abascal, el mismo que se refirió a don Benito como “marxista”, afirmaba que Chávez se había desviado de “la verdad” (palabra extrañamente escrita con minúscula inicial) entre otras cosas porque “no era don Ezequiel capaz de odiar a nadie”[5] y que, en razón de ello, había rendido homenaje a los prohombres de la Reforma. Pocos párrafos más adelante reconoce Abascal que Chávez, ejemplo de “rectitud congénita”, varió su actitud y se dedicó a poner ante nuestros ojos “al desnudo, el alma de Juárez”. No se equivocó, pero se quedó corto. No sólo el alma, sino las motivaciones políticas de Juárez y de los liberales puros (que son las que interesan a la ciencia histórica) quedan al descubierto con el sincero y escrupuloso recuento de don Ezequiel. Volvamos al ejemplo de siempre: Chávez destaca lo que, por lo demás, se halla confesado con sólo iniciarse el Tratado Ocampo: que este constituía una ampliación del oprobioso Tratado de la venta de la Mesilla (1853), que tanta execración significó para Santa Anna desde los tiempos de la revolución de Ayutla, y que, como el propio Sierra no pudo sino confesar, el “monstruoso” acuerdo implicaba “compartir con otra nación la soberanía del territorio nacional”, mas no en aras de restaurar la Constitución del cincuenta y siete (como afirmaba don Justo, señalando absurdamente que Juárez y sus ministros sabían que el Congreso mexicano jamás ratificaría el Tratado, facultad que, como hemos visto, el Tratado le conculcaba), sino con miras a consolidar la reforma antiestamental y legalista, esto es, la execración total de los fueros y del partido conservador. Si para ello había que compartir la soberanía, parece denunciar don Ezequiel, se comparte y ya está.

Por eso digo que la obra de Chávez nos adentra ya en la Ciencia del Estado. “Estadista mexicano”, se subtitula, y el subtítulo lleva toda la razón, por más que algunos lo interpreten ramplonamente como un halago. No queda clara, ni jamás quedará, la diferencia que existe entre un “estadista” y un “estatalista”. Estadistas o estatalistas fueron Adenauer, Bismark, Churchill y De Gaulle, pero también Hitler, Stalin y Mussolini, el hombre que, como todo mundo sabe, se llamaba Benito en español, y no Benedetto, en honor al Benemérito de América. Estadista y estatalista Juárez, engloba su quehacer político dentro del gran esfuerzo por pasar del Estado estamental y jurisdiccionalista, ese que había venido siendo combatido por los ilustrados desde la época de Gálvez, en un Estado legalista, propio del liberalismo europeo de la Restauración, democrático sólo en apariencia y constitucional sólo en el nombre. Esto es lo que, por lo demás, se esforzaron en consolidar todos los estadistas de Occidente durante el último Diecinueve. Don Benito no fue, en forma alguna, la excepción.

Semblanza del autor

Rafael Estrada Michel

historiadorAbogado por la Escuela Libre de Derecho, se doctoró en el programa de Historia del Derecho de la Universidad de Salamanca, España.

Investigador Nacional nivel 2, ha sido Director General del Instituto Nacional de Ciencias Penales, miembro del Consejo Académico del Instituto Nacional de Historia de las Revoluciones de México y Secretario General de la ELD (Escuela Libre de Derecho), donde imparte clases de Historia jurídica, lo mismo que en el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM). Profesor investigador invitado de la Universidad de Pisa, Italia. Autor de 15 libros y 150 artículos de investigación.

Referencias:

[1] Hernández Gómez, T., El otro Juárez, (Universidad Autónoma de Tlaxcala / Editorial Tizatlax, 4ª. Ed, Tlaxcala, 1999), pp. 159-162.

[2] Chávez, E. A., Benito Juárez, Estadista Mexicano, en Obras completas, (Jus / El Colegio Nacional, México, 1994), p. 77.

[3] Villaseñor y Villaseñor, A., Antón Lizardo, El Tratado de Mac Lane-Ocampo, El Brindis del Desierto, (Jus, México, 1962).

[4] Vasconcelos, J., Breve historia de México… p. 300.

[5] Chávez, Juárez…, p. 1.

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