Las pieles, los cuerpos
Inevitable seguir pensando en las protestas del viernes 16 de agosto: polarización de reacciones, muchas imprecaciones en redes sociales y, sobre todo, mucha rabia. Unos, por la vandalización de una estación de Metrobús y más aún por las pintas en el Ángel de la Independencia. Otros, por la reacción de grupos que condenan el daño material pero no la pérdida de vidas, el riesgo de violación y la lentitud proverbial de la justicia mexicana cuando se presenta una denuncia.
El activismo supone un cuerpo activo, un cuerpo que se apropia de una causa y que se lanza a las calles a mostrarse. Cuando la causa, además, traspasa con punzón a los cuerpos, la agencia de éstos se aprecia más virulenta. Los cuerpos guardan memoria, construyen cultura, levantan monumentos y también los resignifican. El uso del espacio público por parte de los cuerpos es sumamente difícil de regular. Por eso se producen normas de actuación. ¿Qué sí y qué no?, ¿qué cosas hacer en/con/sobre los cuerpos? Mientras haya consenso, consentimiento, no hay problema. Pero cuando se irrumpe en el espacio público y unos cuerpos se lanzan al reclamo, los otros ven sus intereses vulnerados o se sienten intimidados.
Los monumentos se yerguen para conmemorar. La operación de construir memoria tiene múltiples vías de manifestación y su discurso debe contextualizarse: cuando en el seno de la construcción del Estado-nación comenzó a privilegiarse unas retóricas sobre otras, hasta finalmente producir un relato dominante (sobre el origen, sobre el ser y sobre la teleología de sí mismo), los monumentos surgieron elocuentes avalando ese relato y se quedaron allí para rendir testimonio de su triunfo. Eran cuerpos de piel rígida y solemne. Eran escritura sobre la ciudad. Si, como en siglos pasados, se deseara preservar esa memoria “intacta”, se cercaría el monumento para evitar que los cuerpos lo profanaran. Imagínense al Caballito en su primer itinerario, la Plaza Mayor (hoy conocida como el Zócalo), delimitado en un espacio generoso por una balaustrada, como se muestra en el grabado que hizo José Joaquín Fabregat en 1797. Los monumentos cercados se convierten en micrositios sagrados en el espacio público (y, por ende, profano): se les puede ver a la distancia con reverencia o con indiferencia, pero nunca cumplieron la función de producir un lazo activo con la ciudadanía. En el siglo XX, después de la Revolución, el trato fue diferente pues se quiso que los hitos conmemoradores estuvieran al alcance de la población, que hubiera una apropiación afectiva de los mismos y que sirvieran de educación en un nuevo orden de vida.
La columna de la Independencia hoy no luce con un cerco digno. Su escalinata ha servido para festejar los triunfos deportivos nacionales, como punto de reunión para iniciar marchas, como pódium, como fondo para las fotografías de las quinceañeras, etc. El pasado viernes fue uno de los ojos del huracán: los cuerpos le pasaron encima, hicieron pintas sobre su piel con diversos elementos y dejaron mensajes por demás elocuentes y visibles, tanto, que a alguien le pareció adecuado cubrir la base del monumento y no exponerla a una aparente indignidad conferida por tatuajes inflingidos con violencia. Que si fue por esa razón o porque se planeaba una intervención para corregir daños hechos por el sismo de 2017, vayan ustedes a saber. Han salido notas que dicen que el monumento no está asegurado desde esa fecha y que el INAH está en vías de contratar la póliza (https://www.eluniversal.com.mx/cartera/angel-de-la-independencia-sin-seguro-para-reparar-danos-amis). El INAH no tiene ni vela en el entierro porque, por la época en que fue hecho, la Ley de Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos de 1972 dice que la salvaguarda del monumento le corresponde al INBA (Cf. el Artículo 36: http://www.diputados.gob.mx/LeyesBiblio/pdf/131_160218.pdf). Sin embargo, el hecho de que el monumento habite la calle, obliga al gobierno de la Ciudad de México a tener responsabilidad en su custodia, como de la Diana Cazadora, de la escultura ecuestre de Carlos IV (el Caballito) o de cualquier otra pieza.
Las pintas son escandalosas pero es mucho más escandaloso un asesinato. O solapar a violadores. O tener que hacer una denuncia cuando te han violado y por supuesto no tienes claras las condiciones en cómo eso sucedió. Los cuerpos vulnerados en lo físico y en lo espiritual, en lo social y en sus expectativas, se volcaron a la calle a destruir una estación y a pintar la base del Ángel. Lo que mostraban los videos me sobrecogió: desde luego que me interesa la preservación del patrimonio, pero ver la furia destructiva de esas mujeres que se convirtieron en una especie de ménades hermanadas por un mismo deseo de justicia (sí, embriagador como Dionisos) me inspiró respeto. Respeto porque yo no tendría el valor de hacerlo. Respeto porque, en efecto, las grandes conquistas de derechos no se hicieron poniéndose de acuerdo en un café. Porque no se pueden seguir permitiendo y normalizando el machismo y la violencia.
A muchos nos interesa la rehabilitación del monumento y en última instancia, la Ley Federal de Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos de 1972 dice, en su artículo segundo, que “Es de utilidad pública, la investigación, protección, conservación, restauración y recuperación de los monumentos arqueológicos, artísticos e históricos y de las zonas de monumentos. La Secretaría de Cultura, el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Instituto Nacional de Bellas Artes y los demás institutos culturales del país, en coordinación con las autoridades estatales, municipales y los particulares, realizarán campañas permanentes para fomentar el conocimiento y respeto a los monumentos arqueológicos, históricos y artísticos.” Es decir, hay una obligación de las autoridades de atenderlo. Llama la atención esto del fomento al “respeto”: no se puede pretender que poblaciones constantemente violentadas “respeten” al monumento. Ni a nada. Ni a la retórica dominante del Estado-nación porque simplemente no es capaz de garantizarles integridad ni justicia.
Tampoco pasa a mayores si el Ángel permanece cercado el tiempo que dure la limpieza (las quinceañeras pueden optar por otros escenarios). También es obligación de las autoridades procurar justicia en forma expedita y hacer eficientes los mecanismos de denuncia para las mujeres que han sido “presuntamente” violadas. Cierto que toda declaración debe ser tomada con reservas y que deben desahogarse las pruebas, cierto también que no está claro (desafortunadamente) el caso particular de la chica “presuntamente” violada por cuatro policías en Azcapotzalco. Cierto que, desde que tengo uso de razón, desconfío de la policía y del ejército porque la generación de mis papás vivió el 68.
La piel del monumento se puede reparar. La de las mujeres que amanecen muertas en un tiradero de basura no. Se vale reclamar. Se vale porque el monumento es un símbolo y la gente se apropia de él: cada quien de manera distinta y ahí es donde comienza el conflicto. Si fue pintado, quiere decir que el monumento es significativo. Hay que dar en donde duele y mover el cuerpo (los cuerpos) en donde sea visible la acción, si no, no se hace activismo. Me enterneció desde siempre la petición de un “manifestódromo”, espacio en el cual los que protestan no ocasionarían molestias a los transeúntes ni caos vial. Si no molesta, no se ve y no se atiende.
Mi cuerpo es más bien ajeno al activismo y más propenso a la esfera del hedonismo (lo de la esfera no es metáfora). Pero mi cuerpo puede sentir como una corriente eléctrica la indignación que orquestó esa marea femenina que destruyó una estación y pintó consignas ciertamente rabiosas y tristemente ciertas. También puede sentir frustración, coraje y desesperación por un gobierno local inútil, encabezado por una mujer que no ha tenido inteligencia ni sensibilidad para responder. No puedo negar que sentí un gusto (¿malsano?) cuando el episodio de la diamantina, cuando las ménades contemporáneas (las ménades antiguas también son producto de una cultura machista y encuentran un espacio sagrado y exclusivamente femenino en el culto báquico) destrozaron una estación de policía que estaba vacía (o sea, de adorno) y cuando vi los esténciles de #SHAMEBaum. En efecto, si no me cuidan, que no me violen. Ni a mí ni a ninguno(a).
Sólo una precisión final: hay que leer tragedia griega porque nos pone alerta sobre cuestiones que son humanas. En Las Bacantes (Báquides o Ménades), Eurípides describe la capacidad destructiva de las mujeres agrupadas en torno a Bromio (Baco, Dioniso). Están embriagadas, no están en sí. Componen un ritual, salvaje pero liberador. Buscan un espacio al margen del dominio masculino. Ágave, madre del rey en turno, enseña festiva al pueblo de Tebas un trofeo: le ha arrancado la cabeza a un animal agreste. Pero no, al volver a la conciencia apolínea –masculina– se da cuenta de que ha decapitado a su hijo Penteo. El crimen está hecho. El ardor báquico cobró a su presa.
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