Fue Thomas Kuhn quien dio para el mundo contemporáneo una nueva dimensión a la palabra griega “paradigma”, cuyo significado es “ejemplo”.
Al hacerlo, el filósofo de la ciencia convirtió su propio pensamiento en un ejemplo de una nueva forma de pensar; en un nuevo paradigma.
La idea central de La estructura de las revoluciones científicas (1962), el libro seminal que convirtió a Thomas Kuhn en una referencia imprescindible, es bastante sencilla al tiempo que contundente: la aparición de nuevas formas produce resistencias.
Ni el arte, ni la ciencia, ni las ideas o prácticas sociales se deslizan en encadenamientos que pudieran hallarse exentos de conflicto.

Lo que es más, sostiene Kuhn, es el conflicto entre las viejas y las nuevas formas lo que termina de poner a prueba a unas y a otras, así como definir si lo nuevo tiene una base sólida que pueda desplazar a lo anterior.
La estructura de las revoluciones científicas, vigente hasta nuestros días, propone, así, a los paradigmas como “realizaciones científicas universalmente reconocidas que durante cierto tiempo, proporcionan modelos de problemas y soluciones a una comunidad científica”.
Es el carácter contingente de su vigencia, el estar sujetos al tiempo y el espacio, y no a esencias inmutables, lo que le da su carácter de transitorios.
En quien lo es, el carácter fundamentalista, término tan en boga y tan visible en nuestra época, lo da, justamente, su negativa a reconocer que toda idea, práctica, realización científica o aplicación tecnológica es, en sí misma, transitoria.
Kuhn habla desde la ciencia, pero, con rapidez inusitada, se comprendió que las tesis ahí expresadas iban mucho más allá de lo que meramente concierne a lo científico.
De este modo, por ejemplo, no es difícil situar el planteamiento central que el filósofo e historiador de la ciencia esboza en el terreno del arte o, aun, en el de las ciencias sociales.
Convergen en todos estos campos los mismos elementos centrales con los que Kuhn describe la manera en que se dinamiza el conocimiento y la experiencia humana. Una realización validada, una comunidad que desea conservarla, una comunidad que se adscribe a lo nuevo.
Cambian, pues, no precisamente las soluciones, las respuestas, diríamos de otra manera, sino también y, de modo fundamental, las preguntas, aquellas cuestiones que emergen como asuntos de primera índole para lo humano.
De este modo, la perentoriedad no descansa de modo único en las soluciones que cada época o cada era propone. La radicalidad de un traslado entre una era y otra reside, más bien, en que son las preguntas las que representan el sentido de lo nuevo.
El reto es trascender el estigma de lo anacrónico. Ni nuevas respuestas para preguntas anacrónicas; ni mucho menos, preguntas anacrónicas con respuestas más anacrónicas aún.

Lo que resisten, pues, quienes de verdad resisten, lo que hace conservadores a quienes verdaderamente son conservadores, es su afán, disfrazado de lo que sea, de conservar a toda costa las preguntas anacrónicas; ya no digamos el tipo de respuesta que da a éstas.
En esta perspectiva, gusta quien resiste llevar las discusiones a hipotéticos escenarios dominados por la estrechez del sí o no; es decir, del esto o aquello. Como si las preguntas trascendentes pudieran reducirse a dicotomías.
¿Se terminarán los libros de papel? Qué más da. No lo sabemos. Pero más importante aún: tampoco importa. El objeto, la cosa, el orden material es, y será, siempre un asunto de segundo orden.
Lo digital no reside en el objeto, sino en la experiencia. Su centro está en el modo humano, radicalmente nuevo de concebir tiempo, espacio, realidad, imaginación, no en la cosa en sí que provoca esta nueva experiencia.
Si los libros de papel se acaban o no, ocurrirá o no. La sustancia del asunto es, en todo caso, preguntarse si será posible que quien hoy ya vive, piensa, siente, imagina, se comunica en un mundo de planos horizontales, podrá, como si nada, seguir anclado la verticalidad de un libro tradicional.

¿Será que pensamientos y representaciones del mundo no lineales, se sentirán cómodas, se reconocerán en estructuras tan rígidas, con sus índices tan delineados, sus imposibles hiperlinks, su orden inamovible?, ésa es una de las preguntas genuinamente centrales.
Dicho en palabras de Valeria Kelly, la investigadora argentina sobre “nuevas alfabetizaciones”, ¿qué podemos decir sobre lo que está sucediendo en el pensamiento, las emociones y la imaginación de estas nuevas generaciones que crecen en interacción con relatos multimodales (que se expresan en diferentes lenguajes o modos), interactivos e hipertextuales?
¿Tienen derecho aquellos que llamamos nativos digitales a encontrar en la lectura formas, herramientas, soportes que correspondan al propio mundo que habitan y protagonizan? No solo tienen derecho, se decantarán por esas formas; no hay duda.
Por eso, Kelly atina por completo al plantear que las políticas y las estrategias para la lectura digital en la primera infancia son un asunto de derechos.
¿Puede conferírsele a quien vive desde la representación del pasado, la responsabilidad de asegurar los derechos del futuro para quienes vivirán, o viven ya, en ese tiempo?
Está claro que no.