La nueva carrera especial no es más un asunto entre Estados rivales. Mucho menos entre ideologías que postulan ideas distintas del mundo. La lucha por alcanzar el espacio se ha convertido en una cuestión de millonarios vanidosos.
La subvención de proyectos de investigación, el pago por la realización de obras de arte tiene una larga data; nada de extraño hay en eso.
Desde la familia Medici en el Renacimiento hasta la pareja Gates, ahora en plena separación, la lista de patrocinadores es extensa.
De hecho, quizá lo novedoso, lo que menos tiempo tiene de ejercerse, es por el contrario, la idea de la subvención pública y la atadura de los fines de los proyectos a fines meramente públicos.
Lugar para genuino interés lo ha habido, pues, de muchas maneras. Mas, para la extravagancia o el abierto capricho también.
Baste traer como ejemplo la decisión de Felipe II quien al donar un vitral magnífico y monumental a la iglesia principal de Gouda, en la entonces provincia de Holanda dominada por los españoles, el monarca hizo que se le hiciera aparecer en la escena de la última cena, cual si departiera con los demás comensales.
Lo que hoy miramos, como la competencia entre dos multimillonarios que se afanan por llevar cada uno más lejos sus sueños de grandeza espacial, rebasa sin duda cualquier ápice de cordura.
En un ensayo reciente, la tan joven como inteligente escritora neerlandesa Marjolijn van Heemstra llama “barones espaciales” a estos acaudalados hombres de negocios decididos a protagonizar la conquista del espacio.
Cultural y científicamente, como bien asegura esta novel pero potente voz de las letras neerlandesas, el universo ha sido una fuente de conocimiento abierto a toda la humanidad.
Dejar que protagonicen estos “vaqueros espaciales”, como Van Heemstra llama a esta suerte de frívolos neocolonizadores, sería tanto como permitir que la galaxia se convierta en una provincia exclusiva para los súper ricos.
Agrega la autora de la notable novela “En busca de tu nombre”, el universo todavía tiene mucho que enseñarnos sobre nuestro origen y nuestro futuro. El cielo estrellado puede ayudarnos a encontrar asombro y perspectiva en una época opresiva.
Para luego continuar afirmando: Pero para eso, el espacio debe seguir siendo el espacio. Y no el campo de juego de grandes cantidades de dinero y egos.
En febrero la experta en derecho público con aplicaciones al espacio, Florentine Vos, advertía desde Londres sobre los necesarios límites a los que la actividad minera espacial debía estar sujeto, para luego advertir sobre esta suerte de sobreposición de la idea del “salvaje oeste” como paradigma de lo que ahora ocurre.
La supervisión internacional, a través de la actualización del Tratado Espacial de la ONU, que data de 1967, se impone como una tarea urgente, decía Vos, al tiempo que convocaba a evitar que grandes recursos sean apropiados de modo desigual y poco ético.
Aunque los millonarios convertidos en viajeros espaciales insisten en que no persiguen fines de lucro, lo cierto es que la conquista del espacio se asoma como una maligna reedición de “la fiebre del oro” sin más ley que la fuerza del dinero.
No es poco, en términos de lo que se calcula que podría guardar la galaxia como riqueza por ser apropiada. Tan es así que privados, pero también naciones, parecen alistarse a esta apropiación sin límites.
Reportes periodísticos dan una idea de lo que está en juego. En 2017, hace ya cuatro años, se calculaba que la industria de la minería espacial podría valer algo así 700 millones de dólares, que llegarían a ser 3,900 millones en 2025.
Si esto sorprende, apabullante resulta el valor potencial de las materias primas que se encuentran en el espacio sideral.
La Luna, Marte y muchos asteroides resguardan valiosos metales no sólo para la transición energética en la Tierra, sino en términos de los planes futuros de estaciones permanentes o viajes tripulados a los rincones más alejados de la galaxia.
Se calcula, entre los millones de asteroides que existen, que sólo el de mayores dimensiones vale 27 billones de dólares. Esto es, 30 millones de veces el Producto Interno Bruto de países como Etiopía o Ecuador.
Hay, sin duda, un problema ético de dimensiones tan colosales como el espacio mismo.
Lo hay en tanto el acceso desigual de esa riqueza en términos de lo que en los hechos sería un colonialismo sideral, pero también en cuanto a los comportamientos privados.
De más de uno de los millonarios que hoy protagonizan los vuelos de “turismo espacial” y que invierten sumas estratosféricas en esta “su diversión”, se han vertido serias acusaciones sobre los magros salarios y las oprobiosas condiciones laborales de los empleados que han generado la riqueza con la que ahora los dueños se lanzan a la “conquistan el salvaje espacio”.
No hay relato mitificador que valga cuando el dinero y la vanidad desplazan a lo que debería la enseña central de toda misión al espacio: el conocimiento para la mejora de la vida humana aplicable a todos y todas. El resto es ambición desmedida y capricho vergonzoso.
Inaceptable.
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