Cocinar implica una serie de condiciones esenciales. Visualizar qué se va a preparar, seguir una receta conocida o crear una nueva. Intentar dar con una fórmula equilibrada que permita salvaguardar gustos y sazones, no excederse en condimentos, dejar que la lengua decante, en cada una de sus regiones, el arcoíris de gustos y texturas de lo que se come.
Las papilas, como las personas, tienen sus preferencias, hay algunas que favorecen sabores amargos, otras eligen lo salado, lo ácido o lo dulce. El olfato también es clave, el vínculo nariz-memoria es primordial. Todos viajamos, de vez en cuando, a rincones de nuestra niñez y adolescencia cuando el golpe de un aroma nos lleva a reencontrarnos con la cocina de nuestra abuela, o nuestro postre favorito, ése que devorábamos en tardes eternas de verano o en inviernos lluviosos y fríos.
La comida es también, a veces, crujiente o crocante. Su textura se vincula con sabores y aromas, pero también con colores y formas. Todos los sentidos están en juego cuando cocinamos y comemos. El sonido del corcho al abrir una botella de vino, su color rubí o violeta, el perfume de frutas o flores, pero también de quesos o maderas, los taninos que hacen “estallar” a nuestro paladar y a nuestra lengua.
Cocinar es goce y cultura, posibilita el encuentro y el diálogo, permite ser aventureros o volver a viejas recetas ancladas en nuestra tradición e historia. Cocinar hace bien, nos invita a la inclusión y a la tolerancia. Cocinemos para uno o para muchos, al hacerlo, siempre nos esforzamos por respetar gustos y preferencias gastronómicas. La cocina tiene ideología y sesgos, pero también tiene flexibilidad e imaginación. Cocinan viejos y jóvenes, hombres y mujeres, liberales y conservadores; la cocina, sencilla o sofisticada, puede ser siempre una experiencia de goce y alegría, amistad y encuentro.
Cocinar nos invita a saber de economía y a administrar presupuestos, nos permite ser solidarios y generosos; pero también nos debería recordar siempre, la brutal diferencia que existe entre apetito y hambre, la que es, sin duda, la experiencia más desoladora de miseria e injusticia que un ser humano puede experimentar.
Comer, y la cocina que dicho acto implica, puede ser una posibilidad cierta de pensar en conjunto soluciones para un problema, discutir acaloradamente sobre una materia y acordar caminos sensatos a seguir. La cocina es oportunidad, pero también es condena, si es que no se la elije libremente. La cocina abierta a los comensales da confianza e infunde alegría, la cocina escondida y secreta produce todo lo contrario.
Cocinar hace bien, la historia de la humanidad reposa sobre esa acción, sobre ese lugar donde, mientras preparamos nuestro alimento, creamos lazos y recuerdos. En la cocina y en nuestras mesas, en medio de risas y lágrimas, confrontaciones y pactos, nos seguimos dando cuenta que, en las cosas más básicas y simples en apariencia, cuando todos nuestros sentidos entran en juego, también puede estar la felicidad.
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