Pues ¿quién es más importante,
el que se sienta a la mesa o el que sirve?
¿No es, acaso, el que se sienta a la mesa?
Sin embargo, yo estoy entre vosotros como el que sirve.
Lucas 22:27.
En una de esas tardes de andar tirando el tiempo por la alcantarilla de la web, de pronto me entero de la primera mujer mexicana en ser nombrada ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, esto hasta 1961. Se trata de la licenciada oaxaqueña María Cristina Salmorán de Tamayo, que también fue la primera mujer en ocupar la presidencia de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje, ahí donde jefes, empleados y sus respectivos leguleyos se dan hasta con el pocillo pozolero, dizque para alcanzar, si sobreviven, “justicia, paz social y armonía en las relaciones laborales” (así dice en la página). Pero esa es otra historia.
De las cosas que llaman la atención de la extraordinaria vida de la licenciada Salmorán, no sólo es su impresionante currículum, sino su visión innovadora en asuntos que en su tiempo no se habían tomado en serio, como era el tema del servicio doméstico, sobre todo desde el punto de vista jurídico.

Pero antes un poco de historia:
El servicio doméstico como tal, es decir, el pago que se hace a una persona por realizar labores cotidianas dentro de una casa particular, es relativamente nuevo en nuestro país. Por supuesto durante la Colonia existió este tipo de ocupación, sin embargo, nunca dejó de tener tintes medievales (relación amo y criado), siempre relacionados con la esclavitud o con la encomienda (que era lo mismo). La diferencia entre esclavo o siervo y el trabajador doméstico era que éste sí recibía un pago, aunque por costumbre era en especie (que se daba en las tiendas de raya en las haciendas). Por lo mismo siempre quedaba más endeudado que Guadalajara (que actualmente le debe al país 2 mil 681 millones de pesos[1]) y obligado a trabajar para el amo el resto de sus días.
En aquel entonces se jugaba al sirviente igual que hoy: la gente con más dinero acaparaba el servicio doméstico. La diferencia era que la elección de empleado era de acuerdo al color de la piel: las personas blancas hacían tareas que implicaba estar alrededor de los patrones, tales como asistentes de cámara, mayordomos o amas de llaves, mientras los indígenas asumían puestos de mozos, cocineras, lavanderas, costureras, nanas, jardineros, vigilancia, nodrizas, etc., hasta que el trabajo doméstico terminó por ser hecho mayoritariamente por los indígenas. Entre el siglo XVII y XIX los varones tuvieron una importante participación en las labores del hogar, pero con la industrialización del trabajo la situación cambió radicalmente, aunado a la fuerte feminización del servicio doméstico.


Con el paso del tiempo la cuestión paternalista entre el amo y el sirviente no cambió, mucho menos jurídicamente. Por ejemplo, según las leyes antes de la Independencia, un sirviente estaba obligado a defender a su amo en cualquier tipo de problema, sobre todo si peligraba su vida o sus cosas, ¡so pena de ser acusado de homicidio!
Entrado el siglo XIX el trabajo doméstico tuvo un gran auge a causa de las emigraciones del medio rural al urbano. Entonces este servicio se dividió en dos tipos: el de las personas que vivían en la casa y el de las de entrada por salida. Desde luego el tipo favorito era el de las que vivían en casa, pues se les pagaba con techo y comida (rara vez con metal) y estaban al alcance de la greña a cualquier hora. Además era una época donde la mayoría de los artículos de consumo doméstico (vestidos, harina, comidas, velas, utensilios, muebles, etc.) se hacían dentro del hogar, ¿y quién creen que los hacían?

Con la llegada de la Independencia la mayoría de los españoles con dinero salieron corriendo del país con todo y morcillas, ¡joé! Esto originó una nueva generación de servidores domésticos, los cuales ya no traían tatuado en la frente ese juramento de fidelidad y respeto al viejo amo. En 1846 al político y diplomático poblano José María Lafragua se le ocurrió la idea de crear agencias de contratación para que se inscribieran tanto los prestadores de servicios domésticos como los empleadores. La finalidad no era tanto de negocio, sino de tener un control policíaco del personal doméstico. Pero llegó la Constitución de 1857, y en su Artículo 1º se lee un párrafo que, si bien no fue escrito especialmente para los trabajadores domésticos, sí dejó en claro de qué lado iba a mordisquear la lagartija en cuestiones laborales:
“Nadie puede ser obligado a prestar trabajos personales, sin la justa retribución y sin su pleno consentimiento. La ley no pude autorizar ningún contrato que tenga por objeto la pérdida o el irrevocable sacrificio de la libertad del hombre (…)”.
Pero esto no sucedió al pie de la letra y la discriminación siguió apabullando al trabajador doméstico. En 1862 se estableció la obligación de que debían ir a la policía a inscribirse, donde se les proporcionaba una libreta con sus datos generales, la cual debían presentar a sus patrones y que además habría de contar con el certificado de la última persona para la cual trabajaron. También tenían prohibido rentar cualquier tipo de inmueble, y cuando el trabajador o el patrón deseaban terminar sus relaciones laborales, aquél tenía el compromiso de manifestarlo con ocho días de anticipación, aunque el patrón podía despedirlo inmediatamente y sin aviso. Otra joyita discriminatoria era que, en caso de que el trabajador doméstico no trabajara por un mes, le era obligado ir a la policía a declarar de dónde diablos sacaba dinero para mantenerse, si no era acusado de vagancia y ¡páu en la pompi!: calabozo.

Durante el Porfiriato el lema para el servicio doméstico se convirtió en “Guajolote que se sale del corral, termina en mole”, es decir: las dramáticas diferencias entre clases regresaron al criado a las épocas de cuando era… ¡criado! Continuó así la práctica de que el sirviente era propiedad del patrón y éste tenía derechos casi ilimitados sobre de él. Las obligaciones del servicio doméstico básicamente eran “respeto, lealtad, obediencia casi ilimitada, y cuidado de las pertenencias del empleador como de su persona. A cambio, el que recibía el servicio, estaba obligado a pagar el salario, a no imponer trabajos que atentaran contra la salud o la vida del trabajador, a advertir sus faltas y, en caso de ser menor, a corregirle como si fuera su tutor y a prestarle auxilio en caso de enfermedad a cuenta de su salario”.[2] ¿Así o más sableado el asunto?
En 1879 por primera vez se expidió un reglamento especial para los empleados domésticos, donde lo único nuevo fue que ya podían arrendar un inmueble. Mientras tanto el sexo, la raza y la edad eran la base para determinar cuánto iban a ganar y las condiciones de trabajo.
Tendría que llegar la Constitución de 1917 para que se reconocieran los derechos sociales de las personas, incluyendo la de los empleados domésticos (Artículo 123). Al año siguiente Veracruz fue el primer estado en promulgar su Ley del Trabajo, que además de ser la primera en el país, lo fue de todo el continente, un sólido antecedente legal que no resolvería el problema de discriminación del empleado doméstico, pero sí se convertiría en una herramienta para más tarde dar paso a la creación de sindicatos o establecer propuestas importantes, como la que se hizo en 1931, durante el Primer Congreso Nacional de mujeres Obreras y Campesinas, donde se exigió el derecho de las trabajadoras domésticas a una jornada de trabajo de ocho horas y un salario mínimo.

Entre 1920 y 1940 aproximadamente una de cada tres mujeres trabajadoras lo hacía como empleada doméstica, estableciéndose la costumbre del servicio doméstico de planta a bajo costo, hecho por empleadas jóvenes de extracción rural, práctica que continuó por décadas (la usanza del servicio de entrada por salida comenzó hasta los 60).
Así fue como empezó ese estira y afloja social entre la “muchacha” y la “patrona”, relación que no dejó de ser feudal pero sí totalmente feminizada, sobre todo entre la familia clasemediera, cuyo auge económico después de la Segunda Guerra Mundial aseguró miles de oportunidades a las empleadas domésticas, no así alejó de ellas las prácticas discriminatorias, de menosprecio y de abuso laboral enquistadas en una sociedad machista y autoritaria con la firme creencia de que “ese trabajo cualquiera lo puede hacer”. Y así se dieron las incontables tramas que después se convirtieron en clásicos guiones de película o telenovela: la “muchacha” echada a la calle por dizque seducir al calenturiento señorito babosete de cutis graso, o por “alborotar” al “patrón”; la “muchacha” echada a la calle por quedar embarazada, obligándola a ejercer un oficio todavía más antiguo, hasta el sueño hecho realidad de la “muchacha” amorosa y honrada que se casa con el nene rico del cuento.
Después de la mitad del siglo XX hubo intentos serios de sindicalizar el trabajo doméstico, esto en la capital y en algunos estados. Los organismos protegían no sólo a las empleadas domésticas, también a tortilleras, empleadas de hoteles y restaurantes y sus cocineras, camareras, lavanderas y meseras.

Y aquí regresamos con la licenciada María Cristina Salmorán de Tamayo a principios de los años 60, cuando gracias a su proyecto jurídico para la protección de los derechos de las empleadas domésticas, se pudo por fin presentar por escrito, el 14 de marzo de 1960, la primera demanda por parte de una “muchacha” contra su “patrona”, por “diferencia de salario, salarios pendientes, indemnización constitucional por despido injustificado, vacaciones y salarios caídos” (la chica llevaba dos años sin salir del cuarto de planchado, ganando 7 pesos al día —el mínimo entonces eran 14—, además con meses sin sueldo). Cinco años después la empleada doméstica obtuvo justicia, algo sin precedente.
Gracias a la Comisión de Trabajo que integró la licenciada Salmorán, en 1967, por órdenes del entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz, se aceptaron las propuestas que dieron pauta a una nueva Ley Federal del Trabajo que entró en vigor el 1o. de mayo de 1970. Actualmente, lo relativo al trabajo doméstico se encuentra regulado en el Título Sexto, Trabajos especiales, Capítulo XIII, Trabajadores domésticos, de los Artículos 331 al 343.
Vale la pena mencionar que la abuela de la licenciada Salmorán, doña Francia Cervantes, fue la primera mujer en recibirse como médico en Oaxaca (a fines del siglo XIX) y que es la madre del destacado filósofo-jurídico mexicano, el doctor Rolando Tamayo y Salmorán.
[1] Ver en https://aristeguinoticias.com/3101/mexico/los-15-municipios-mas-endeudados-de-mexico/
[2] Ver en https://www.sitios.scjn.gob.mx/centrodedocumentacion/node/69