Uno de los tres presidentes de México que llegaron solteros al cargo fue Sebastián Lerdo de Tejada; los otros dos fueron Guadalupe Victoria, que se casó un par de años antes de morir y el del mostacho aguamielero que le juguetean las neuronas, Vicente Fox, quien se casó todavía siendo presidente.
Sebastián Lerdo de Tejada fue presidente durante cuatro años (1872-1876) y murió en el exilio siendo un solterón empedernido y un amargado belicoso, y bilioso. Tuvo muchas razones para llevar una vida triste, entre ellas la de ser protagonista de lo que uno cree que sólo sucede en novelas y películas: el despecho amoroso llevado como cruz toda la vida.

Don Sebastián, nacido en Jalapa, en 1823, fue una de las mentes más brillantes de su tiempo. Pero quedó atrapado entre los fuegos que dominaron su momento: juaristas y porfiristas. Le tocó enterrar a su amigo Benito Juárez, en 1872, sucederlo en la silla presidencial y ser derribado a zipizapes por el general Porfirio Díaz, en 1876, para después ser desterrado a Nueva York por doce años hasta su solitaria muerte.
Una de las fotografías más conocidas de él lo muestra impecablemente vestido, serio y cruzado de brazos. Sus ojos, saltones y ojerosos, lanzan una mirada intensa, más propia de un espiritista o un hipnotizador de gallinas decimonónico, que de quien fue el hombre más cercano a Benito Juárez durante sus años de peregrinación por el norte del país ante la intervención francesa, cuando aquel ancho carruaje arrastrado por recios caballos les servía a la vez de oficina, recámara, baño y tv room, mientras patearon el desierto durante cuatro años, mismos que desembocaron en el triunfo de la República y en la fortificación de la imagen del zapoteca como el Benemérito de las Américas.
Lerdo de Tejada fue la inteligencia detrás del empecinado valor de Juárez, como lo apunta el historiador Frank A. Knapp:
“La celebrada inteligencia de Lerdo y la tenacidad sin fisuras de Juárez –un criollo sin mezcla racial, un indio de raza pura– se conjugan admirablemente y, según lo hicieron notar sus contemporáneos, aquél pasa a ser en buena medida la eminencia gris de éste, el principal consejero, el respaldo y la influencia indispensables.”

Sebastián fue quien no dejó a Juárez dar marcha atrás en muchas decisiones importantes que marcaron la historia de nuestro país, como lo fue la orden de fusilar a Maximiliano, Mejía y Miramón, de la que Juárez siempre estuvo dudoso y a un pelo de azorrillarse, dadas las presiones políticas, diplomáticas y hasta sentimentales que le llovieron. Fue Lerdo de Tejada, frío e impasible, quien le dijo:
“El perdón de Maximiliano pudiera ser muy funesto para el país… Es preciso que la existencia de México, como nación independiente, no la dejemos al libre arbitrio de los gobernantes de Europa… Cerca de cincuenta años hace que México viene ensayando un sistema de perdón, de blandura, y los frutos de esa conducta han sido la anarquía entre nosotros y el desprestigio en el exterior”.
Don Sebastián fue todavía más lejos, dando la orden de que no se entregara el cadáver del de patilla tupida, hasta que el gobierno austríaco y su familia no entregara una petición propia:
“El gobierno debía ser inexorable —dijo—, porque era necesario, como escarmiento a la Europa, que el castigo fuera terrible, como terrible habían sido los ultrajes inferidos a la majestad de la nación.”
Sería hasta cinco meses después que el muerto, o lo que quedaba de él, pudo salir del país.

A partir de 1863 Lerdo de Tejada se convirtió en uno de los ministros indispensables del gabinete de Juárez. Más bien en el indispensable. En su biografía sobre este líder, hoy un tanto olvidado, Knapp relata que se trataba de un hombre “culto e inteligente, noble y cortés, en ocasiones austero y retraído… rechoncho hombrecito que no llegaba a la estatura normal para llenar su sombrío traje negro tan bien como llenaba el papel que desempeñó como rector del colegio de San Ildefonso”.
En 1864, cuando Juárez y su gabinete andaban a salto de mata, decidieron establecerse en Chihuahua. Ahí estuvieron once meses, meses de una “vida sin sobresaltos, dedicada al desahogo de los asuntos oficiales y a las charlas con los amigos o a jugar cartas por las noches, cuando no se presentaba la oportunidad de un baile”, anota el historiador José Fuentes Mares en su Don Sebastián Lerdo de Tejada y el amor (1972), que vale mucho la pena leer.
Cuando el enemigo se acercaba, Juárez y su comitiva ponían pies en polvorosa, dejando un mínimo de cuatrocientos kilómetros de desierto de por medio entre ellos y la más próxima bayoneta francesa.
Fue en este periodo de sustos, travesías polvorientas, aguante físico, que don Sebastián conoció a la hija de un distinguido hombre, que fue anfitrión del gabinete juarista: Bernardo Revilla Valenzuela, dos veces gobernador de Chihuahua e ilustre liberal a quien Juárez honró con su amistad.
Manuela era la segunda de sus hijas, y sus frágiles catorce años bastaron para deslumbrar el corazón de Sebastián, entonces un tímido chicuelo intelectual de cuarenta y dos años. Aún así, en uno de los muchos bailes, don Sebastián se armó de valor y jugó la carta sentimental más importante de su vida proponiéndole matrimonio a Manuela.

Desgraciadamente la muchacha se negó, aduciendo que ya estaba comprometida con un destacado sastre de la entidad, un tal Adolfo Pinta. El maduro galán jalapeño se dirigió al padre que, extraño a las costumbres de la época en tales materias, prefirió dejar la última decisión en manos de su hija, demostrando así que el amor a veces puede más que la conveniencia.
Cuando en diciembre de 1866 Juárez y su gobierno decidieron regresar a la capital ante el evidente desmoronamiento del invasor francés, el despechado Sebastián no perdió la esperanza de ganar el corazón de Manuelita. Formó pues una alianza con la hermana mayor de ésta, Antonia, para que convenciera a la muchacha. Desde ese momento Lerdo de Tejada escribió un promedio de seis cartas mensuales durante diez meses, “algo extraordinario”, si se consideran las difíciles condiciones en que escribió tan copiosa correspondencia.
Entonces, de la nada, Sebastián dejó de recibir las cartas de la hermana mayor, quien en octubre de 1867 inexplicablemente puso fin a la correspondencia, quizás por la obvia imposibilidad de convencer a Manuela.
Ahora bien, es muy valiosa la correspondencia entre la hermana y Sebastián, pues es la evidencia de un hombre de carne y hueso, desilusionado en el amor, la mayor de las veces cansado y fastidiado de tanto ajetreo, que le tocó presenciar hechos históricos sin precedente y que vivió la penosa tarea de un pueblo que trataba de renacer de las cenizas de la guerra. Se pueden leer cosas como: “…van catorce personas muertas de hambre”, o “…la carne de caballo es un artículo de lujo”, o “…se necesita agolparse desde las dos de la mañana en las puertas de la panadería para conseguir una torta de pan”.

Así fue como nuestro presidente número treinta y dos, don Sebastián Lerdo de Tejada, quedó despechado y desilusionado para toda su vida, prefiriendo a partir de entonces enfundarse en su traje de servidor público para terminar en la oscuridad.
Suele olvidarse que fue Lerdo de Tejada quien logró el primer avance sustancial en el tendido de líneas telegráficas en el país, y que a él se debe la apertura, en 1873, del primer gran ferrocarril mexicano (México-Veracruz); que fue él quien estableció el Senado y quien, inflexible, desbarató el Tratado Wyke-Zamacona, otro de tantos que consistía una vez más en ceder territorio mexicano a concesiones gringas.
Dicen que el fracaso amoroso nunca es el fin, sino el principio de algo, pues en medio de las cenizas surge la oportunidad excepcional de ser responsable de sí mismo sin depender de los otros, donde el sujeto se encuentra consigo mismo, un instante filosófico cargado de drama donde puede al fin enfrentarse con su verdadera naturaleza… ¡Pamplinas! Ya lo dijo Woody Allen:
“Cómo quieres que te olvide si cuando comienzo a olvidarte me olvido de olvidarte y comienzo a recordarte”.
Para leer más:
José Fuentes Mares, Don Sebastián Lerdo de Tejada y el amor, Fondo de Cultura Económica, México, 1972.
Frank A. Kapp, Sebastián Lerdo de Tejada, Universidad Veracruzana, 2011.
Sorprendente historia Gerardo. Como muchas otras que nos ha contado en este espacio. Triste asesinato de Maximiliano, casi de no creer quién fue el artífice insistente de semejante decisión. De los dos libros propuestos, en su opinión, ¿cuál se debería leer primero?
Es buenisimo. Una imagen perfecta de la microhistoria
Felicidades
Hola Gerardo!
No sé si es más interesante conocer al personaje que a la persona, algunas veces parece que solo el personaje tiene vida, sin embargo siempre es la persona quién lo alimenta por más apagada que pueda parecer la persona sin el personaje al que se aferra o le da vida, hay algo muy dentro que siempre es más vital aunque quizá no siempre explorado, dice J. Sabina “Lo peor del amor es cuando pasa, cuando al punto final de los finales no le quedan los puntos suspensivos…” y lo peor es que aquí ni siquiera empezó caray!
La forma en que relatas ésta historia, me recuerda en cierta forma la tragicomedia I, II Y III de José Agustín, tan increiblemente ligera e instructiva, como mencionas por ahí.
A donde estés, te mando un abrazo agradecido por todo lo que nos aportas!