Pregunta: ¿Qué une a Umberto Eco (escritor), Paul McCartney (músico), Peter Greenaway (director de cine), Gilles Deleuze (filósofo), DJ Spooky (músico), Julio Cortázar (escritor), William Burroughs (escritor beat), J.G. Ballard (escritor simbolista) y muchos otros?
Respuesta: Una gran admiración por Alfred Jarry, el rey del futurismo grotesco y del non-sense, paladín del ajenjo y otras sustancias retozonas, un ciclista excéntrico y fundamental para el avant-garde y el movimiento de lo absurdo.
En su tiempo Alfred Jarry era más conocido por sus escándalos, vestimenta estrepitosa y excesos etílicos que por sus escritos y obras de teatro. Se podría decir que era un punk de fines del siglo XIX. Pocos sabían de su importante colaboración en los periódicos y revistas donde entonces se confabulaba la vanguardia artística parisina que cambiaría el mundo del arte y la literatura.

Y así como el vagabundo durmiendo bajo el puente y el borrachito aferrado a la farola eran sus amigotes, también lo eran el pintor y maltrecho Toulouse-Lautrec, André Gide (quien dijo que nadie como Jarry había llevado la negación tan lejos), el pintor de lo primitivo-naïve, Henri Rousseau, los poetas simbolistas Stéphane Mallarmé y Guillaume Apollinaire, Pablo Picasso y todos los de la bancada avant-garde en una de las épocas más trepidantes de la historia del arte en el mundo. Otro de sus amigachos fue el padre del surrealismo, André Breton (quien acuñó el término “humor negro” en una antología de 1940, donde figuran Jarry y otros escritores), escribió que Jarry había aniquilado la diferencia entre la “vida y el arte”.
Hijo de una familia burguesa bretona venida a menos, Jarry llegó a París a los 18 años para estudiar filosofía (Henri Bergson fue su maestro). Tenía todos los atributos del joven artista de la época: estaba aburrido y era un desfachatado con un fervoroso pesimismo que encontró su hogar lo surreal —si por esto entendemos que saca lo que las personas no ven de manera consciente o real, lo escondido dentro de sus mentes, y se los devuelve en forma de literatura, pintura, poesía o teatro—, todo enfundado en un dandismo muy poco higiénico (jamás se bañaba). En él el humor negro corría por sus venas y en todo veía una buena historia sinsentido que escribir. Era un visionario y sus cuentos se anticiparon por mucho a los de Calvino y Borges.
Con no más de 1.50 m de estatura, delgado y debilucho de melena espesa, siempre vestido de negro y portando su barba de chivo en punta, Jarry era la viva imagen de un mini Mefistófeles bribón, al que se le veía pasar a como ráfaga entre la gente en su bicicleta con zapatos de mujer con tacones puntiagudos y dos pistolas sin balas al cinturón, gritando propaganda patafísica (la “ciencia de lo inútil”, que él mismo inventó) y encañonando a todo el personal. También se le podía ver siempre, ya jaladón después de unos buenos ajenjos, en las esquinas de las calles haciendo pantomima, teatro o dando cátedra sobre Dios y los insectos patafísicos. Para él No significaba Sí y lo único que tomaba en serio era no tomarse nada en serio.


Como era de esperarse apenas ganaba para sostenerse, y cuando los amigos lo querían ayudar su carácter necio y orgulloso no lo permitía. Vivía en un cuchitril de cuarta, donde el dueño, para ganar más dinero, había mandado a subdividir todavía más los espacios, pues los techos eran altos, un desperdicio. El tachuelón de Jarry no tuvo problema, y mientras sus invitados tenían que agacharse, él se movía cómodamente entre búhos disecados, camaleones aletargados, muebles hechos a su medida, montañas de libros, botellas vacías de todos los etílicos del universo y su bicicleta al lado de su cama que utilizaba para “moverse por el cuarto”.
En cuanto al trago, Alfred bebía enormes cantidades de ajenjo, su querida Diosa Verde, y era conocido por ser uno de los pocos en beberla “derecho”, esto es, sin mezcla de agua y azúcar para aflojar el fuerte y amargo sabor del brebaje. Su meta, decía, era “beber la Diosa Verde para fundir la fantasía y la realidad, el arte y la forma de vida”. Además, gustaba de coquetear con el éter, para “levantar su alma a un estado de percepción trascendental”, aunque terminaba sintiéndose como si hubiera olvidado la cabeza adentro de la campana principal de Notre Dame.
Así, este mago de la insolencia a la vez que se inventaba se destruía, y qué mejor ciudad para destartalarse que París, que en ese entonces era la capital cultural del mundo por su prestigio y estabilidad económica. La clase media burguesa prácticamente ya no necesitaba trabajar físicamente, pues se dedicaba a “dirigir” negocios, el deporte de moda. Por lo mismo se llevaba una vida ostentosa, frívola, hipócrita de gustos cultivados y de una moral más perdida que un daltónico tratando de armar un Cubo de Rubik. Entonces lo único que prevenía una ola rampante de violaciones descaradas a las mujeres en plena calle era ese maldito corsé con armazón de hueso de ballena que usaban las mujeres, ¡una verdadera monserga para quitar!

La vida social giraba alrededor del banquete, del cabaret, del circo, de los duelos inútiles al amanecer y las nuevas tendencias tecnológicas (la gente estaba endiosada con las máquinas). Las tardes se pasaban en el café, donde los meseros osaban dejarse crecer la barba junto a un despliegue de manierismos femeninos burbujeantes. Ahí se conversaba entre humo de cigarrillo, alcoholes y tazas del oro negro caliente dando paso a ideologías de todo tipo: ninguna otra época vio tantas idas ir y venir, creando todos los ismos artísticos imaginables (ultracentrifugismo, experimentalismo, ultraísmo, etc.)
Uno de los símbolos definitivos de esa liberación tecnológica que se dio fue la bicicleta, a su vez un inigualable instrumento de exhibición: se pedaleaba para ser visto por la gente, no para ir de un lugar a otro. Por lo mismo al velocípedo lo montaba desde la actriz de moda, Sarah Bernhardt, el escritor Henry James (quien tomó clases particulares con instructor y toda la cosa), hasta el pintor impresionista Renoir, quien terminó su afición ciclista cuando se rompió el brazo en una caída. Toulouse-Lautrec, que estaba lisiado y no podía pedalear, fue el primero en la historia hacer un póster publicitario de la bicicleta.

Alfred Jarry tenía una fascinación especial por la bici y su parafernalia. Inclusive fue vestido de ciclista con zapatillas amarillas para dama al funeral de su amigo, el poeta Mallarmé. Para él la bicicleta era una extensión de su filosofía, arte y estilo de vida y la conducía encanijado por las calles de París terminando la mayoría de las veces estrellándose dentro de tiendas, puestos y, ¡faltaba más!, bares, donde prefería quedarse a descansar un ratote. Y si hizo de su bicicleta un verdadero mini bar, Alfred Jarry también fue uno de los precursores del ciclismo de largas distancias y de montaña.
La bicicleta representaba la fusión estética del ser humano y la máquina, las piernas del hombre se convertían en pistones mecánicos portentosos que controlaban el vértigo de la velocidad a su antojo. En 1902 Jarry publicó su novela El Supermacho, un texto futurista y macabro donde el episodio más importante es la carrera de 16 mil kilómetros entre una bicicleta y un tren, profetizando muchos años antes lo que hoy nos es rutina: la desaparición del individualismo deportivo en manos de los intereses comerciales de una marca o país. O también está su cuento, La Pasión, donde narra una carrera de bicicletas cuesta arriba. Este tema lo usarían muchos años después los Monty Python en su película La vida de Brian (1979).
Jarry jamás pensó que pasaría a la historia influenciando a las nuevas generaciones a partir de su obra, ahora indispensable, Gestas y opiniones del Doctor Faustroll, patafísico (1911), donde presenta a la Patafísica, ciencia imaginaria de lo inútil y de las “soluciones imaginarias”, como él mismo dijo, un tónico refrescante para una cultura entonces seria, estancada y dominada por los gustos burgueses, un impulso hacia el caos creativo. Para tratar de ponerle pies a esto doy el ejemplo de un ensayo patafísico de Jarry, donde explica la relación que hay entre la velocidad centrífuga y la danza, que permite que la falda larga no se enrolle en las piernas de las bailarinas y no se caigan.

Días antes de morir Alfred Jarry se mandó a tomar una foto posando como “cadáver”, para que todos sus amigos la tuvieran de una vez como souvenir.
El alcoholismo galopante y la tuberculosis desflemadora lo terminaron a los 34 años. Su último deseo: “¡Un palillo de dientes, cabrones!”. No podía ser de otra manera.
Importancia de Alfred Jarry: Su Ubú Rey es la primera obra de teatro del absurdo. El primero en hacer de la bicicleta un arma literaria. Uno de los primeros ciclistas de montaña y largas distancias. Creador del ciclista androide. Creador de uno de los movimientos filosóficos más disparatados del siglo XX, la ‘Patafísica: “la ciencia de las soluciones imaginarias”’.
Su consejo: “No sabemos crear nada, pero lo podríamos hacer desde el caos.”
Lectura imprescindible: Ubú Rey (teatro, editorial Cátedra, 1997), El Supermacho (novela, editorial Valdemar, 1997).
Mejor biografía: Nada en español, pero sí una formidable en inglés de Alastair Brotchie: Alfred Jarry: a pataphysical life. University Press Group Ltd., Londres, 2011.

