La desesperación no conoce punto medio, es absoluta, acorrala, es un cuchillo clavado en la voluntad que nos arroja al abismo. El ruido de las campanadas de las máquinas que dan 2 mil dólares por una ficha, los gritos de alegría o decepción, la música que mezcla villancicos y éxitos del pop, el aromatizante vaciado en oxígeno revitalizante y alcohol, es la amalgama escenográfica y sensorial de los casinos de Las Vegas.
En el pasillo de las mesas de ruleta, un tipo extiende una mano temblorosa, la mirada febril del condenado a muerte, con la otra detiene a otro tipo, le pide dinero, no es limosnero, es un perdedor. Ganar es una quimera inasible. Dicen que el juego es más excitante y adictivo que el sexo, lo atestigua Dostoievski que sobrevivió a las prisiones de Siberia y casi es tragado por la prisión del juego.
Lotes de carros usados, Las Vegas es buen lugar para comprar, los jugadores no se hospedan en un hotel, duermen en el automóvil, apuestan, pierden y ya en el último recurso venden el carro, pierden y se quedan en las calles, fantasmas de la efímera aventura de estar en la cuerda, colgados del espejismo del azar. El jugador confunde la adicción con la fe, las “corazonadas” le empujan a seguir apostando porque “ahora sí va a ganar”, “presiente” que ese día, ese instante, ese número trasformarán su realidad. La urgencia de creer que será tocado por los dedos dorados de la diosa Fortuna. No lo hace, la Fortuna es como todas las diosas: egoísta, arrogante y pide a cambio más de lo que podemos dar, convocarla nos endeuda con la fatalidad.
Somos infieles a nuestra realidad y queremos que la Fortuna nos sea fiel, que el azar sea nuestro esclavo. Observo a los jugadores y me sorprende su masoquismo, están más enganchados a perder que a ganar, atados a esa sensación vertiginosa de caer sin que nada los detenga, de padecer decepciones que les impiden ver la luz del día, en cada pérdida se acaba el aliento y el motivo para respirar. Parejas que se visten iguales, la superstición es buena compañera para seducir a la Fortuna, todo es válido, menos la estadística, la antagonista de la “corazonada”.
La escenografía, el lujo desorbitado, los gigantescos hoteles, gritan que ahí se harán ricos. Los jugadores de póker “profesionales”, buenos clientes, son escoltados por dos hostess. Todos somos profesionales del azar, la realidad misma es impredecible, el destino nunca nos revelará sus intenciones y estamos a la deriva de la Fortuna. Tratamos de planear, estructurar la existencia, llega la fatalidad y la trastorna, no hay control, el libre albedrío es la esperanza de que podamos soportar nuestra propia razón de ser.
Es suicida jugar, sentarse en una mesa hasta perderlo todo, tal vez esa gente vacía en unos instantes lo que los demás tratamos de dosificar en una vida entera: la arbitrariedad del azar.