Delia Magaña fue una de las cómicas más populares de los años veinte en teatro y cine mudo, aunque también dejó una huella imborrable de buen humor en sus más de 240 películas, interpretando con brillantez y genialidad personajes inspirados en la cultura popular mexicana (teporochos, indias, marihuanos, peladitos, sableadores, etcétera).

Uno de estos personajes fue el de La Tostada, que junto con La Guayaba ‒interpretada por Amelia Wilhelmy‒ hicieron la pareja de borrachitas más cómica y memorable del cine de oro, en la clásica película Nosotros los pobres (1948), estelarizada por Pedro Infante.

El domingo 4 de marzo de 1923 se reinauguró el cine Salón Rojo. Para la celebración el cine, junto con el periódico El Demócrata, organizó un concurso de foxtrot, danzón, vals y tango por las siguientes cinco semanas. La final la disputaron tres parejas, quedando en segundo lugar la pareja formada por Hugo Cervantes y una joven de 17 años, de pseudónimo Celia Hoyo, chaparrita, escandalosa, pura dinamita que cantó, bailó y se ganó la simpatía del público con su chispa y desenvoltura.
Se trataba de Gudelia Flores Magaña, nacida en 1906: “Mira ‒dice la actriz‒, yo nací en el Distrito Federal, por la calle de Justo Sierra. En mi familia había muchos profesores de idiomas, un doctor, un médico militar, todo, menos artistas. No sé de dónde me vino la locura… Tuve una hermana, pero se dedicó a su casa. Provengo de una familia de clase media un poco acomodada, pero a través de los años tuve que sostener a mi madre.”

Recién nacida Gudelia su padre murió repentinamente de una pulmonía mal atendida. Tenía 32 años. De pronto la madre tuvo que sacar a la familia adelante. Por eso no fue de asombrarse cuando el entonces famoso empresario teatral Ricardo Beltri, después de ver a Gudelia en el concurso de baile, llegó a pedirle permiso para que su hija fuera artista y la madre lo quiso sacar a patadas. Sin embargo, la abuela, doña Ramona Azpurga de Magaña, ¡óle!, convenció a la madre del gran talento que tenía la niña para cantar, bailar y actuar: “A ella le debo todo lo que soy ‒comenta la actriz de su abuela‒, aunque payasita, payasita, siempre fui desde chica, quería lucirme con todos.”
Beltri le cambió el nombre al de Delia Magaña a la hora de debutar en 1923, en el teatro Ideal, en la obra de revista La empleada más apta. Desde entonces el empresario acostumbraba llevar a sus artistas a colonias populares y de mala fama, como la Candelaria de los Patos, para que “estudiaran” a la fauna lugareña: albañiles, borrachitos, vagabundos, padrotes, marchantas, vendedores, etcétera. El gran talento de Delia hizo que rápidamente y con naturalidad sorprendente se transformara en aquellos personajes.

A partir de la década de los veinte, el público capitalino podía disfrutar desde el teatro banal de la carpa, hasta zarzuela, ópera, teatro costumbrista de buenos dramaturgos nacionales, piezas de boulevard picaronas y dramas de calidad internacional en manos de compañías internacionales. Por supuesto, el teatro frívolo era el más concurrido, no sólo por su ligereza y buen precio de entrada, también porque la mayoría de ellos era itinerante: hoy estaban en Peralvillo, mañana en Santa María la Ribera y pasado en Cuautitlán atendiendo hasta tres funciones por día.
Del teatro frívolo y de carpa, Monsiváis comenta: “Allí se da en abundancia el humor que es, y notablemente, sentido de observación, improvisaciones delirantes, creaciones únicas de los cómicos. Se trata de un estilo desenfadado y algo obsceno por parte de las cómicas (…). Pero la energía de este teatro permite la vitalización del habla popular, la introducción de términos, la flexibilización del lenguaje mediante el albur y el duelo con el público y por fin la eliminación del acento español impostado en el teatro mexicano.”
Lo más importante de este tipo de teatro es que gracias a su soltura y desempacho, aún con el uso de “obscenidades” y “malas palabras”, el espectador se identificó con los personajes, pues éstos eran ellos mismos: lo grotesco era realidad y en ella habitaban el indio ladino, el ranchero, la sirvienta, el policía corrupto, el marihuano, el pasado de lanza y todos aquellos tipos que enriquecían el día a día de ese perenne surrealismo. Por eso fue un teatro riquísimo en temas y tramas en él que se lanzaban sátiras y ataques contra políticos o militares, junto a la eterna queja del “nunca alcanza para nada”, todo entre un humor ácido e improvisado donde nadie escapaba a la burla.
Uno de estos teatros-carpa estaba por el rumbo de Tacuba y era administrado por una recia señora, Anita Zuvareva, cuya hija se casó en 1934 con un “peladito”, a quien llamaban Cantinflas.

A los seis meses de su debut, Delia Magaña ya era sensación. Y así como salía cantando con poca ropa en un picante cuplé para sonrojo de los bigotudos, bailaba folclor como china poblana o albureaba al respetable como peladita.
A finales de los treinta llegó a México el productor Robert J. Flaherty (productor y director del primer documental en la historia del cine), quien a instancias de la Fox buscaba una nueva estrella. Después de ver a Delia, de inmediato la invitó a hacer casting, pero la chiquita y picosa resultó también tímida, dejándolo plantado varias veces: “Me encontré en el salón con tantas muchachas bonitas y elegantes, casi todas de la mejor sociedad de México que temí un desaire.” Cuando finalmente fue a la audición, Flaherty la invitó a un cabaret, y tras pedir una botella de champán le dijo: “Magañita, dentro de un año espero que usted me invite a su hogar de Hollywood a tomar una copa de champán.” Dos semanas después recibió el contrato por correo y se fue a Estados Unidos. Era la época en que Dolores del Río triunfaba en Hollywood y la sensual Lupe Vélez, ex compañera de Magaña, comenzaba a despuntar. Allá Magaña hizo una docena de películas, pero nunca se adaptó al american way.
De regreso a México, Delia retomó el teatro frívolo, donde rápidamente se convirtió otra vez en la favorita del público, sobre todo por sus imitaciones de otras artistas de moda, como Carmen Miranda o la misma Lupe Vélez, entonces ya famosa en Estados Unidos (la llamaban la Hot Tamale), quien se ponía furiosa cuando su vieja amiga la imitaba.

Llegó el arranque del cine nacional y Delia Magaña comenzó a trabajar en películas. Sin embargo, fue hasta los años cuarenta que entró de lleno a la cinematografía.
En 1940 Ahí está el detalle fue la primera película en la historia del cine donde un cómico, Cantinflas, era protagonista. Desde entonces el género se consolidó como uno de los favoritos del público y Delia trabajó con los mejores comediantes de su tiempo, como Joaquín Pardavé en El Gran Makakikus (1944), con Cantinflas en El siete machos (1951), en la primera película de Tin Tan, El hijo desobediente (1945), con Resortes en Voces de primavera (1947) y un largo etcétera.
Pues nada, la famosa Tostada no paró y siguió haciendo teatro, cine y televisión hasta entrada la década de los ochenta. Murió a los 93 años de neumonía en esta misma capital.
Para sorpresa de uno, si van a Hollywood al paseo de la fama, en la banqueta del Teatro Chino verán la estrella, nombre y huella de Delia Magaña.
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