En política, como quizá en cualquier otro ámbito de la vida, las personas nos liamos en problemas. Yo mismo los he padecido: a veces más y otras veces menos, algunas veces de una naturaleza que pasma y otras que provoca la risa. Como sea, es lícito sostener que existen dos formas para solucionar nuestros problemas: la primera, prerrogativa de los años y la madurez, se funda en la anticipación, la prudencia y el buen juicio; la segunda, más bien impulsiva, apela a la intuición y a la creatividad, a algo parecido a jugarse el todo por el todo o a fugarse hacia adelante. Todos hemos practicado ambas salidas en algún momento de nuestras vidas ―y encontramos también ejemplo de ellas en los diarios del escritor y periodista italiano Curzio Malaparte. Veamos.
Hacia 1930, Malaparte cuenta que Benito Mussolini acudió a una recepción. Lo acompañaba su jefe de protocolo, el diplomático Mario Pansa, cuya más importante encomienda era hacer que la etiqueta del Duce no desmereciera ante la de sus pares. Esta tarea, que junto a cualquier otro jefe de gobierno parecería más o menos ordinaria, adquiría con Mussolini exigencias del todo inusuales. No sólo era muy feo y desprovisto de gusto, sino que tampoco prestaba oídos a lo que se le aconsejaba.

Poco antes de la noche de gala, el Duce preguntó a Pansa qué color de corbata debía portar. Éste respondió que la mejor elección sería llevar corbata blanca, por ser la regla inglesa para aquellas ocasiones. Mussolini —no sorprende— ignoró la recomendación y se resolvió por la negra. No se dijo más: jefe y subordinado andaron hasta el salón y, poco antes de entrar, el Duce reparó en que era el único invitado con corbata negra. “No se preocupe —atajó Pansa—, aquí traigo en la bolsa dos corbatas blancas”. Y el potencial problema se esfumó como la niebla después del amanecer.
Cuando contaba con unos 25 años, Malaparte fue requerido por Mussolini en el Palazzo Quirinale sin que se le precisara por qué. Lo recibió el propio Pansa, que todavía pertenecía al círculo íntimo del Duce. La espera fue larga y, a juzgar por ello, no podrían ser sino malas las razones que llevaran a Malaparte ante la presencia del dictador.

Dentro del salón, esperaban el Duce y otros dos de sus colaboradores que resultaban ser además buenos amigos de Malaparte. No importó: ninguno osó siquiera devolver la mirada al solicitado, temerosos de caer igualmente de la gracia de Mussolini. Cuando éste por fin levantó la cabeza, reclamó cómo era que Malaparte se atrevía a criticarlo en público, advirtiéndole los costos que este comportamiento traería en caso de persistir (la defenestración, la cárcel, el asesinato).
Desarmado, Malaparte no pudo sino rehusar las acusaciones y exigir —si es que acaso los artistas pueden exigir a los tiranos— que su acusador revelara la razón de su ira. Mussolini, serio como se pretendió siempre, contestó que sabía de buena fuente que el escritor afirmaba que sus corbatas eran feas. Lo había dicho en el café, esa institución italiana, y había llegado el rumor hasta sus oídos. Y así, sin exigir una reparación del daño, con la sola amenaza formulada, Mussolini instó a Malaparte a retirarse. Éste volteó y replicó: “Duce, si me lo permite, ¡la corbata de hoy también está fea!”.