Escribo lo que sigue en espíritu de autocrítica para tener una comunicación más efectiva, pues las respuestas que recibí a mi artículo del 19 de agosto—que versa sobre el tema de tratamientos hormonales y quirúrgicos para menores con identidad transgénero—me han hecho ver que debí ser más cuidadoso y sensible en la construcción de mi narrativa. Por mis descuidos, algunos percibieron que había una antipatía hacia las personas de identidad transgénero, o que estaba yo promoviendo en mis lectores, hacia las personas transgénero, alguna hostilidad o animadversión. Lamento que así se percibiera. No fue la intención.
Aclaro lo siguiente: yo considero que toda persona de identidad transgénero debe ser respetada, en lo público y en lo privado. Y pienso también que toda persona adulta de identidad transgénero debe gozar de plenos derechos para elegir una reasignación de sexo hormonal y quirúrgica. Dicha elección debe ser honrada y respetada.
El cuestionamiento fundamental que quería abordar en mi artículo es el siguiente: ¿Es lo mejor permitir—como asunto legal—que los menores elijan medidas hormonales y quirúrgicas para cambiarse de sexo?
Pero no comuniqué este propósito efectivamente a muchos lectores. Con este nuevo artículo, intentaré mejorar mi narrativa, dejar claro mi propósito, y abrir un diálogo sobre el fondo.
¿Cómo me interesé en este tema?
Tengo varios años, como antropólogo, estudiando una tendencia que inició a finales de los años 1960 en algunos cursos universitarios de humanidades y ciencias sociales, y que, en medio siglo, se ha convertido en una cultura importante de Occidente. En su manifestación más reciente le han apodado woke.
El woke tiene matices y dimensiones—cualquier definición aplasta su complejidad—. Para efectos de este artículo, empero, será útil la siguiente reducción: el woke persigue un ideal de justicia social fundado sobre la identidad.
Algunas identidades pueden elegirse (por ejemplo, identidades de género). El afirmarlas se interpreta como el ejercicio de una libertad expresiva que libera al individuo de normas y tradiciones culturales opresivas.
Otras identidades no se eligen (por ejemplo, las ancladas en el color de piel). Aquí, o bien mereces una compensación por agravios cometidos en contra de tus ancestros, o bien cargas con la responsabilidad de los atropellos cometidos por tus ancestros.
También hay identidades implícitas. Éstas se infieren cuando las personas expresan ideas o utilizan formas lingüísticas que la cultura woke interpreta como índices suficientes de membresía en identidades valoradas como positivas (por ejemplo, ‘progresista’) o negativas (por ejemplo, ‘racista’).
En esta cultura parece que las identidades determinan el derecho a hablar o la obligación de callar. Nace así el cancel culture: esfuerzos de censura—a veces apoyados con violencia—contra quienes insisten en una libertad de expresión que para el woke no es aceptable.
Desde mi perspectiva, oprimir el diálogo es arriesgado, pues buscar mejores modelos de realidad y sociedad requiere que nos permitamos existir en un estado permanente de controversia, en el cual podamos confrontar y contrastar ideas para enriquecer nuestras perspectivas. Esta columna de Voces, “La Siguiente Controversia, Por Favor”, se ha concebido desde ese lugar.
Investigando el woke, llamó mi atención que, en el contexto de un crecimiento importante de casos de transición sexual, se quisiera censurar a las voces que buscaban presentar argumentos y datos para cuestionar la política de recomendar transiciones a menores con identidad transgénero. En aras de propiciar un diálogo, pondré aquí, sobre la mesa, la posición que se quiso ‘cancelar’.
El crecimiento en casos de transición sexual
Los psicoterapeutas británicos Susan Evans y Marcus Evans, en su libro Gender Dysphoria (2021), describen lo siguiente:
“En el Reino Unido (como en otros lados) hay una tendencia creciente de referir a la gente a ‘servicios de género especializados’ tan pronto hayan expresado cualquier confusión o angustia sobre su sexo biológico o su identidad de género.” (p.10)
Se procede a menudo a la reasignación de sexo o transición sexual con tratamientos hormonales y cirugías estéticas.
The Telegraph reportó en 2018 que Penny Mordaunt, Minister of Women and Equalities, y cabeza de la Government Equalities Office del gobierno británico, había lanzado una investigación para averiguar por qué, en Gran Bretaña, tantos menores estaban siendo referidos para hacer transiciones sexuales. Mordaunt expresa preocupación por las cifras: en los diez años anteriores se había dado un alza del 4,400%. Comparando: en el año escolar 2009-10 habían sido 40 menores; en 2017-18, un total de 1,806. Se trata sobre todo de niñas buscando una reasignación sexual.
La preocupación de Penny Mordaunt no parece tener un origen transfóbico, dado lo que se ha reportado sobre ella:
“Mordaunt lideró la Government Equalities Office en su empuje por ampliar el Gender Recognition Act para que cualquier persona pudiera legalmente cambiarse de sexo sin necesidad de diagnóstico médico ni tratamiento. Su oficina ya emite guías a negocios y agencias del sector público que les instruyen a permitir—con base en el género con que se identifican, no su sexo biológico—el acceso a baños, vestidores, y dormitorios de ‘sexo único’.”
Dos años después del artículo del Telegraph, en 2020, Abigail Shrier del Wall Street Journal publicó un libro documentando algo parecido en su país, Estados Unidos. Tal y como habían hecho los activistas de género de la Government Equalities Office británica, Shrier expresó preocupación, pero en su caso esto fue recibido por muchos como un ataque contra las infancias transgénero. En la reedición de su libro, Shrier relata que hubo repetidos esfuerzos por bloquearlo. Menciona los siguientes ejemplos (páginas xvii-xx de la segunda edición):
Empleados de Spotify armaron una revuelta cuando Joe Rogan entrevistó a Shrier, y amenazaron con renunciar si la entrevista no era retirada (al final, la entrevista se quedó).
Kirkus Reviews, un servicio de reseñas indispensable, “que reseña diez mil títulos al año, incluyendo libros autogestionados y oscuros, nunca lo reseñó.” En la mayoría de los grandes diarios, cuando algún periodista se ofrecía para evaluar el libro, le decían que no.
Cuando Sean Scott de la National Association of Science Writers mencionó el libro en el foro de la organización, diciendo que “pudiera echar unos reflectores tardíos sobre un tema muy sensible y políticamente delicado que pudiera tener consecuencias médicas para toda la vida”, lo echaron del foro.
Cuando dos usuarios de Twitter se quejaron con Target, la tienda retiró el libro de sus anaqueles. Eso lo aplaudió el subdirector de asuntos de género del American Civil Liberties Union (ACLU), quien afirmó que haría todo por detener la circulación del libro y sus ideas.
Cuando un grupo de padres de familia inició un GoFundMe para pagar espectaculares promoviendo el libro en EEUU, la plataforma GoFundMe canceló a estos papás.
Algunos piensan que estos esfuerzos de censura contribuyeron al éxito en ventas del libro de Shrier. En todo caso, lo que es cierto es que hay mucha gente preocupada, como fue el caso de la Government Equalities Office británica.
No se trata, nada más, de una preocupación anglosajona.
En Suecia, primer país en reconocer los derechos transgénero como categoría específica, se está reevaluando, en 2021, la política que favorece las transiciones sexuales de menores. L’Observateur, con el encabezado, “Encarada con Una Ola Transgénero, Suecia Comienza a Dudar”, reportó que “el hospital más prestigiado de Suecia ha estado revisando su protocolo y ya no da hormonas a menores.” Esta “decisión unilateral del Hospital Karolinska, que han seguido otros establecimientos”, ha presionado al gobierno. Así las cosas, “la seguridad social sueca se ha dado hasta el final del año para establecer un nuevo protocolo de atención.”
Gran Bretaña, Estados Unidos, y Suecia son solo tres ejemplos de un fenómeno estadístico tan amplio como Occidente.
En el título de mi anterior artículo, quise referirme a este fenómeno estadístico con la frase “el fenómeno ‘trans’. ” Fue un descuido lamentable. Ahora entiendo que esto puede percibirse como afirmando que una persona transgénero es un ‘fenómeno’, desde su connotación negativa. Lamento que alguien se ofendiera por ese descuido.
La controversia
Leyendo sobre la tendencia creciente de transiciones sexuales, descubrí una controversia en torno a una decisión de la American Academy of Pediatrics (AAP). De un lado, los pediatras con rango burocrático, responsables de redactar los comunicados y recomendaciones oficiales de la AAP, actuando como una especie de ‘gobierno de la pediatría’. Del otro, profesionales que, desde fuera de la burocracia de la AAP, disentían de aquella decisión.
El meollo era éste: la AAP anunció en 2018 un cambio de política. Anteriormente, había recomendado una política apodada ‘observar y esperar’ (watchful waiting) hacia menores que anuncian una identidad transgénero; ahora, recomendaba el ‘cuidado afirmativo’ (affirmative care): apoyar y alentar la identidad declarada, y, para quienes lo deseen, una transición sexual con medicinas, hormonas, y cirugías.
Al año siguiente, 2019, James Cantor del Toronto Sexuality Center publicó un artículo diciendo que aquella decisión le parecía notable, pues “casi todas las clínicas y asociaciones profesionales del mundo usan el enfoque de esperar y observar para ayudar a los menores transgénero y de género diverso.” Eso pronto cambiaría, pero cuando Cantor escribió su artículo, había todavía, en lo oficial, un “consenso a favor de demorar cualquier transición hasta después de la pubertad.”
Dijo Cantor:
“Siendo que el giro de la AAP la ha desviado dramáticamente de otras asociaciones profesionales, me causó curiosidad, de pronto, conocer la evidencia que la llevó a esa conclusión. Conforme fui leyendo los trabajos que apoyan la nueva política, empero, quedé muy asombrado—de hecho, algo alarmado—: Estos documentos simplemente no dicen lo que afirma la AAP. De hecho, las referencias que la AAP cita como sustento de su política, contradicen, por el contrario, dicha política, y repetidamente apoyan el enfoque de esperar y observar.”
Le pareció a Cantor especialmente escandaloso que la AAP hubiera suprimido los estudios de seguimiento realizados con menores transgénero de una generación anterior, quienes por lo mismo no vieron sus pubertades médicamente interrumpidas. ¿Por qué? Porque “Todos los estudios de seguimiento [énfasis de Cantor] …, sin excepción, encuentran lo mismo: terminada la pubertad, la mayoría de los menores [de identidad transgénero o género diverso] dejan de querer una transición” (el catálogo entero de estos estudios aparece en el apéndice de Cantor).
¿Cuál es el significado preciso de “la mayoría … dejan de querer una transición”? Consideremos, por ejemplo, el estudio de seguimiento más reciente. Éste fue publicado en 2021 y por lo mismo ya no fue incluido en la lista de Cantor. Contiene la muestra más grande de personas que, en su infancia, expresaron una identidad transgénero. Arroja que el 87.8%, pasada la pubertad, dejó de sostener dicha identidad.
Estos resultados son relevantes porque algunos de los importantes cambios físicos que operan las transiciones hormonales y quirúrgicas son irreversibles. Por eso la transición sexual, en la opinión de Cantor, debe recomendarse solo contando con buenísima evidencia en apoyo de la probabilidad de que estas intervenciones—tan importantes y tempranas en el desarrollo—no comprometerán la felicidad y salud de menores transgénero.
Según Cantor, empero, el problema no era que la decisión de la AAP se hubiera tomado faltando evidencia buenísima; el problema era que la AAP no había presentado evidencia.
En todo caso, las cosas iban rápido. En 2020, cuando Abigail Shrier publicó su libro, al año siguiente del artículo de Cantor, las demás asociaciones médicas ya habían seguido a la asociación pediátrica. El resumen de Shrier fue el siguiente:
“El estándar de ‘cuidado afirmativo’ … ha sido adoptado por casi todas las organizaciones de acreditación médica. La American Medical Association, el American College of Physicians, la American Academy of Pediatrics, la American Psychological Association, y la Pediatric Endocrine Society han apoyado todas ‘el cuidado afirmativo de género’ como el estándar para tratar pacientes que se identifican como ‘transgénero’ o que se auto diagnostican con ‘disforia de género’. ” (p.98)
Entonces, estaban pasando dos cosas. Primero, había un cambio de política en todas estas asociaciones profesionales—y por consiguiente también en las clínicas—que ahora recomendaba las transiciones sexuales. Y, segundo, había numerosos intentos de ‘cancelar’ a quienes buscaban un diálogo sobre esto.
Ahí está, por ejemplo, la reacción al libro de Shrier. Pero lo mismo sucede dentro de las profesiones y clínicas. Por ejemplo, hubo una controversia en la famosa clínica Tavistock en Gran Bretaña, donde anteriormente trabajaron Susan Evans y Marcus Evans, autores de Gender Dysphoria. Ellos (y otros) quisieron advertir, internamente, de los problemas que veían, pero fueron ignorados y luego bloqueados (terminaron renunciando). Su preocupación era que los protocolos de Tavistock para recomendar transiciones sexuales constituían un maltrato a menores transgénero. (Ahora Tavistock ha perdido una importante demanda legal, lanzada por Keira Bell, quien hiciera ahí su transición sexual.)
Me enfureció que se suprimiera un debate, y que, por suprimirlo, no se considerara información importante para tomar decisiones que pudieran afectar la felicidad y la salud de muchos menores. El enojo es mal consejero, y eso lastró mi prosa con problemas de comunicación y de estilo.
Qué lástima. Porque esto nuevamente no contribuye a propiciar un diálogo, y es importante sostenerlo. Lo señalado por James Cantor, Abigail Shrier, Evans & Evans, Keira Bell, y otros, me parece, debe ponerse sobre la mesa y discutirse. Para ello, ambos lados de esta controversia deben encontrar un terreno común. Y creo que es éste: ambos lados quieren, para los menores que anuncian una identidad transgénero, la mejor probabilidad de felicidad y salud.
De hecho, ambos lados de esta controversia están aplicando el principio precautorio.
El terreno común: el principio precautorio
Parece que, en nuestra cultura contemporánea, hay dos conceptos—distintos—que son ambos llamados ‘principio precautorio’. Y no son meramente distintos, sino perfectamente opuestos. Las definiciones de Wikipedia (al 12 de septiembre de 2021), reflejan esta contradicción cultural:
El primer concepto dice: hay que “hacer una pausa.” Detente, no hagas cambios “cuando falta conocimiento científico.” Espera e investiga: “hay que revisar bien antes de aventarse con innovaciones que pudieran ser desastrosas.”
El segundo concepto dice: Haz cambios de emergencia: “respalda la adopción de medidas protectoras” si tienes “sospechas fundadas” de que hay un “riesgo grave para la salud pública o el medio ambiente.” Y haz todo eso, aunque falte todavía “una prueba científica definitiva.”
Ambas definiciones son de Wikipedia, pero la primera es de la página inglesa y la segunda es de la página castellana. Si ingresas a la página inglesa y clicas la liga para la versión castellana, alternas entre estas dos definiciones perfectamente opuestas.
Asombroso.
Según lo que describe Cantor, la AAP y otras asociaciones profesionales que adoptaron el ‘cuidado afirmativo’ estarían ahora invocando, aunque sea implícitamente, el segundo principio precautorio. Por contraste, Cantor y otros que piensan como él están aplicando el primer principio precautorio.
Esta controversia quizá nos diga algo sobre los méritos de los dos principios precautorios aquí considerados. En todo caso, ambos lados de esta controversia comparten el terreno común de la precaución.
Las posibles causas del fenómeno estadístico
Ahora bien, cuando una asociación profesional médica, como la AAP en 2018, cambia una política importante de tratamiento, no es porque de pronto se le haya ocurrido a uno o dos profesionales, sino porque se está resolviendo una presión social dentro de la profesión, o por lo menos dentro de sus esferas influyentes, que ha venido creciendo durante años y que ha llegado a masa crítica.
Como ya vimos, no es solo la pediatría, sino todo el espectro de profesiones responsables de la salud.
Y no sucede nada más en Estados Unidos. En todo Occidente, los profesionales médicos han estado refiriendo cada vez más menores para transición sexual.
Por eso, desde 2018, año del cambio oficial en la AAP, del otro lado del Atlántico, el gobierno británico ya se preocupaba de estadísticas de transición sexual que, durante diez años, habían crecido exponencialmente: 4,400%. Aquel gobierno, justamente, había expresado inquietud por el cambio de política en las asociaciones profesionales médicas. Escribió The Telegraph:
“Hay preocupación entre algunos miembros del parlamento [británico] de que se esté dando tratamiento médico demasiado fácil a los menores—algunos no mayores a los 10 años—sin entender realmente que hay detrás de su deseo de cambiar de sexo.”
Pero si el fenómeno estadístico es en parte consecuencia de un aumento en las recomendaciones médicas a favor de la transición sexual, debemos también investigar el otro lado de esta moneda, porque también aumentó mucho el número de niños y niñas—pero sobre todo de niñas—declarando una identidad transgénero.
¿Qué se ha dicho sobre esto?
Unos afirman que hay un cambio cultural: antes había mucha intolerancia contra la identidad transgénero y las niñas no se atrevían a expresarla; ahora, en una sociedad menos intolerante, sí se atreven. Otros afirman que lo anterior no basta, que debe considerarse además un proceso adicional. La primera en argüir lo segundo es una ginecóloga con estudios de epidemiología, la Dra. Lisa Littman.
Hojeando sus redes sociales un día, Littman vio que varios adolescentes de su pequeño pueblo de Rhode Island se habían declarado transgénero. Primero notó solo dos casos y sintió gusto de saber que se sintieran cómodos expresando su identidad. Hasta ahí, Littman operaba con la hipótesis de un cambio cultural en cuestión de respeto a identidades diversas. Pero luego cayó en cuenta de que había un total de seis casos, todos de su pueblito, la mayoría niñas, y todos del mismo grupo de amigos. Le intrigó, y se puso a investigar. Pues esto era bien curioso.
Resultó ser un patrón. Como en Rhode Island, en otros lados también había una explosión—sobre todo de niñas—anunciando identidad transgénero. Y era común que grupos de amigas lo anunciaran simultáneamente o en secuencia inmediata. Esto hizo pensar a Littman que había un ‘contagio social’, como lo llamó.
Ella habla así porque desde hace tiempo en la ciencia social se emplea el lenguaje de la epidemiología para hablar de procesos que transmiten ideas y comportamientos—por aprendizaje social—de una persona a otra, a veces con asombrosa rapidez (véase, por ejemplo, el título del famoso texto de Dan Sperber: La Epidemiología de las Representaciones). También el público general ha adoptado, para algunos efectos, esta manera de hablar (por ejemplo, ‘viralizamos videos’).
Un proceso de ‘contagio social’ bien pudiera explicar las “cifras epidémicas” de transición sexual, como las llamé en mi anterior artículo.
(Fue otra frase desafortunada, pues “cifras epidémicas” puede interpretarse como diciendo que las personas de identidad transgénero son portadoras de una peligrosa enfermedad. No es lo que quise decir. Me faltó sensibilidad para ver lo importante que era explicar este término técnico.)
Se han documentado otras importantes evidencias consistentes con la hipótesis de ‘contagio social’.
Es famoso, por ejemplo, que los teléfonos inteligentes y las redes sociales son vehículos efectivos para la transmisión relámpago de todo tipo de modas, especialmente entre los jóvenes. No se trata nada más de preferencias de consumo. Más de un investigador ha señalado que la reciente explosión de anorexia, por ejemplo, despega a partir de la invención del iPhone. Se ha documentado, ahí también, que la anorexia brota en grupos de amigas.
Otras estadísticas de salud mental van de la mano. Como documentan Jonathan Haidt y Jean Twenge, ha habido un incremento alarmante en las tasas de depresión, ansiedad, y suicidio, sobre todo en las niñas, en Estados Unidos. Escriben que, “para las niñas adolescentes, el uso intensivo de las redes sociales está correlacionado más fuertemente con la ansiedad y la depresión que el uso de la heroína.” (No es en vano que los ejecutivos de las compañías de tecnología, que saben perfectamente lo que hacen, prohíban a sus hijos el uso de teléfonos inteligentes.)
¿Qué sucede en las redes sociales que pudiera estar deprimiendo a las niñas? Las niñas a diario consumen imágenes en Instagram que han sido digitalmente manipuladas para alcanzar un ideal de belleza imposible. Eso tiene su efecto. Shrier comenta así:
“Aun en las mejores circunstancias, las niñas adolescentes han criticado severamente sus cuerpos—y los cuerpos de otras—. Pero, hoy en día, las redes sociales aportan el microscopio y te calculan las cifras. ¿Cuánto menos bonita eres que tu amiga? Para las adolescentes de hoy, ya no es preciso especular. Una resta simple de ‘likes’ vuelve ese cálculo muy sencillo. El fracaso es predeterminado, público, y profundamente personal.” (p.4)
Conviene añadir, como han explicado algunos psicólogos, que el bullying contra chicas se orienta hacia la destrucción de reputaciones, lo cual se potencia mucho en el chisme de las redes. Esto incrementa su vulnerabilidad.
Para quienes no hemos caminado en sus zapatos, nos es difícil comprender el sufrimiento de estas chicas. Me duele imaginar a la niña que ve su foto compartida, no solo en su escuela, sino más allá (pues internet no tiene límite), acumulando insultos, chistes, y otras agresiones—en ocasiones, miles—. ¿Qué recurso tiene? ¿Cómo combatir el asedio? ¿Dónde se esconde? ¿Cómo desarrolla una imagen positiva de su apariencia?
Todo este contexto es relevante para la hipótesis que pone al ‘contagio social’ como causa importante de las transiciones sexuales de menores. La narración de Shrier sobre cómo funciona esta hipótesis podría resumirse así:
En la escuela, en el contexto del activismo de género, una niña deprimida y ansiosa escuchará que, si odia su cuerpo, lo que le pasa es que quizá ella en realidad sea un varón. La misma niña verá que aquellas niñas que eligen una transición sexual reciben, por su valentía, aplausos y festejos enérgicos de sus pares, autoridades escolares, profesionales médicos, y terapeutas. Esto la incentiva a interpretar la incomodidad con su cuerpo como disforia y adoptar ella también una identidad transgénero. Al anunciarse transgénero y elegir transición, la niña recibe testosterona, cuyo efecto inicial es esfumar la depresión. Eso la convence de ir por buen camino, y la anima a comunicar los resultados de su transición con emoción positiva a sus amigas escolares y a un público amplio en redes. El testimonio y el contexto son influyentes, y ayudan a convencer a otras niñas.
Ahora bien, cuando Penny Mordaunt de la Government Equalities Office lanzó su investigación sobre el notable aumento de niñas que buscaban, en Gran Bretaña, reasignación de sexo, Abigail Shrier no había publicado todavía su libro, Un Daño Irreversible (2020), que volvió famosa la hipótesis de ‘contagio social’. Empero, el gobierno británico ya se preocupaba de esto.
Como reportó The Telegraph, “algunos educadores” británicos estaban cuestionando la nueva tendencia de “alentar a los niños a cuestionar el género”, pues “han estado advirtiendo que la promoción de temas transgénero en las escuelas ha ‘creado confusión’ en las mentes de los menores.” Mordaunt propuso entonces indagar “el papel que juegan” en generar las altas cifras de transición sexual “tanto redes sociales como la enseñanza de temas transgénero en la escuela.”
La hipótesis de ‘contagio social’ propone que muchas niñas están adoptando una identidad transgénero bajo sugestión social durante su etapa más vulnerable; por ende, predice que, al llegar a su adultez, una proporción importante se arrepentirá. A más de diez años de iniciada esta tendencia, se reporta que están creciendo los casos de arrepentimiento. No hay todavía, al parecer, cifras confiables, pero consideremos un indicador burdo: un foro de Reddit creado en 2017 para ‘detrans’—personas que hacen marcha atrás con sus transiciones sexuales—tiene hoy en día más de 22,000 miembros.
En ese foro y otros parecidos se comparten historias tristes. Muchas personas sienten que arruinaron sus vidas. Han habido suicidios.
También hay demandas legales.
Como acusan dichas demandas, y como documenta Abigail Shrier, los costos tan altos para muchas personas pudieron haberse evitado si los adultos responsables—maestros, terapeutas, médicos, y también algunos papás—no hubiesen animado a niñas vulnerables a hacer transiciones sexuales. ¿Y por qué las animan? Porque están convencidos de la importancia de estas transiciones para la salud y felicidad de quien anuncia una identidad transgénero.
Un cambio ideológico
Como vimos, James Cantor y otros afirman que no había buena evidencia para desechar la anterior normatividad—‘observar y esperar’—y adoptar en su lugar la política de ‘cuidado afirmativo’: de apoyar y alentar las identidades trans infantiles, inclusive con intervenciones hormonales y quirúrgicas. Pero si escaseaba la evidencia, entonces, ¿cuál sería la razón del cambio en las asociaciones profesionales?
Según Shrier, se trata de una nueva ideología. Las profesiones médicas, terapéuticas, y también educativas han sido capturadas por una nueva manera de pensar: el woke.
El woke tiene su origen en las universidades, pero los universitarios educados bajo esta perspectiva han ido ocupando sus lugares dentro de las profesiones, y transformándolas para adaptarlas mejor a su visión moral del universo social.
En dicha visión moral, el racismo y la discriminación de género son temas especialmente sensibles, por lo que, desde la trinchera woke, quienes expresan escepticismo u oposición a las transiciones sexuales de menores pueden ser vistos como transfóbicos, es decir, como gente que odia a las personas transgénero y busca negarles el derecho de expresar su identidad.
Coincido con los woke en defender el derecho de las personas transgénero de expresar su identidad. Pero defender este derecho expresivo no necesariamente implica que las transiciones infantiles sean lo mejor para menores de edad.
Mi primer artículo—para mi vergüenza—ni siquiera intentó comunicarse con la cultura woke. En mi enojo, solo denuncié. Eso fue un error. Yo mismo he dicho en otros artículos que no debemos fraccionarnos en tribus encontradas con lenguajes ininteligibles. Es indispensable un diálogo.
En aras de dicho diálogo, quizá sea oportuno señalar, nuevamente, el terreno común: el woke quiere proteger el derecho de una niña de tener, si quiere, una identidad trans, sin que la limiten; mientras que los críticos del woke queremos proteger a esa misma niña de un posible arrepentimiento por haber tomado una decisión cuando no tenía la madurez suficiente para hacerlo. Ambas partes queremos proteger a la misma niña, cada quién a su manera. No hay odio.
Si podemos reconocer una buena intención de ambos lados, entonces quizá también podamos, de buena fe, abrir una discusión urgente sobre la siguiente pregunta:
¿Acaso el respeto a personas con identidad transgénero—que por supuesto es la actitud correcta—requiere permitir legalmente a menores de edad elegir tratamientos hormonales y cirugías estéticas con efectos irreversibles?
Dicho cuestionamiento cabe en la misma categoría con muchos otros. ¿Debemos permitir—como asunto legal—que un menor de edad consuma alcohol, participe en pornografía, conduzca un auto, vote en elecciones, etc.?
La premisa común es que, antes de cumplir un número suficiente de años, una persona no ha madurado el juicio suficiente, ni puede todavía evaluar bien los riesgos, para tomar algunas decisiones, y, por esta razón, como sociedad, no les otorgamos responsabilidad legal. Los responsables—moral y legalmente—somos los adultos que tenemos a estos menores a nuestro cargo.
Los estudios de seguimiento a menores que anunciaron una identidad transgénero antes del cambio de política, y que, por ello, no interrumpieron su pubertad con medicamentos, nos dicen que la gran mayoría de estos menores, terminada la pubertad, se desisten de una identidad transgénero. Esto sugiere que las transiciones sexuales infantiles podrían implicar enormes costos físicos y psicológicos. Es justamente en una situación así que debemos considerar la regulación legal de las transiciones infantiles. Quizá valga la pena repensar la sabiduría de abandonar la política de ‘observar y esperar’.
Todo lo comentado aquí, si bien lleva delantera en países como Estados Unidos y Gran Bretaña, se ha estado convirtiendo, también, en una conversación latinoamericana, y como todos sabemos, las asociaciones profesionales anglosajonas son influyentes en nuestra esfera. En todo caso, una apreciación de las políticas hacia las infancias trans en México y Latinoamérica requiere su propia contextualización y análisis.
Los argumentos aquí presentados, y las evidencias invocadas para respaldarlos, son por supuesto controvertibles. Y pudiéramos decidir, al final, que están equivocados. Por eso urge, pienso yo, comentar y discutir más ampliamente este asunto, ya que la diversidad de perspectivas siempre ayuda a entender mejor una realidad compleja.
El contenido presentado en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no necesariamente representa la opinión del grupo editorial de Voces México.
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Me gustaría saber qué opinas de ésta plática TED sobre los bloqueadores de la pubertad. Con ellos se puede evitar meterle bisturí a niños que no estén del todo seguros de si quieren transicionar quirúrgicamente.
https://www.ted.com/talks/norman_spack_how_i_help_transgender_teens_become_who_they_want_to_be?language=en